Existen hombres que entrenan para maratones, otros que se lanzan cada domingo a la carretera en bicicleta a las siete de la mañana, y algunos que, ya entrados en los cincuenta, descubren súbitamente una vocación deportiva o profesional tan absorbente como irrelevante para el bien común. Ninguno de ellos parece preguntarse cómo logran disponer de tanto tiempo. La respuesta, en las clásicas relaciones heterosexuales, es evidente: hay una mujer alrededor que sostiene lo invisible. Es su cuerpo, su tiempo y su energía lo que permite que ellos vivan como si fueran dueños de cada minuto.
Durante años se ha repetido que detrás de cada hombre de éxito existe una red de cuidados y apoyos compuesta, casi siempre, por mujeres: madres, esposas, hermanas. Pero conviene subrayar lo más inquietante: incluso los hombres sin éxito alguno disfrutan de esa red de privilegios. No necesitan brillar en nada; les basta con apropiarse de un tiempo que también debería pertenecer a las mujeres. Su ocio se construye sobre nuestra renuncia.
El ciclista dominical regresa a casa tras horas de evasión y encuentra la comida lista, la ropa limpia, y los quehaceres resueltos. Su pareja, mientras tanto, ha planificado el menú semanal, ha atendido a las criaturas y ha planchado. El hombre que decide entrenarse para un triatlón a los cincuenta lo hace porque alguien compensa su ausencia cotidiana: alguien que recoge, cocina, plancha, educa. Y no hablemos del aspirante a entrenador de fútbol infantil —sin mayores dotes ni perspectivas—, el cual se “realiza” tres tardes por semana más un sábado entero, mientras su mujer se encarga en solitario de todo lo demás. Así, hasta el pasatiempo más trivial termina transformándose en una forma de explotación femenina.
Ejemplos sobran. El hombre que ‘necesita desconectar” con la consola mientras los niños lloran. El que se va de ruta con amigos porque “se lo ha ganado”, sin prever quién asume las consecuencias de su escapada. El que, en una boda o comunión, aparece impecablemente vestido y llega puntual, como si ignorara —porque lo ignora— que no ha hecho nada para que todo esté en su sitio ¿Quién no ha vivido que, casualmente, el último turno de la ducha en estos eventos es para la madre y en consecuencia quien tiene menos tiempo? La carga mental es siempre femenina.
Cuando sobreviene el divorcio el guión no se altera. De repente, el hombre reclama la custodia del perro, exige la videoconsola que había regalado o inicia un procedimiento judicial interminable por cuestiones nimias. Es violencia burocrática: utilizar el aparato jurídico como un arma de desgaste contra la mujer que antes sostuvo sus privilegios. Y, dado que ellos han conservado mayor independencia económica y continuidad laboral, cuentan además con más recursos para prolongar el castigo. La desigualdad reaparece, en este caso, disfrazada de formalidad legal.
El feminismo ha desnudado no sólo las violencias explícitas, sino también esas trampas cotidianas disfrazadas de normalidad.
Las vacaciones ilustran la misma paradoja. Para muchas mujeres, viajar con sus parejas (hombres) no representa descanso, sino un esfuerzo logístico adicional. Antes de salir, somos nosotras quienes pensamos en maletas, medicinas, reservas y documentos. Durante el viaje, organizamos comidas, rutas, actividades. Y al regresar, las lavadoras se multiplican, la rutina se restaura y la supuesta desconexión se convierte en agotamiento. Ellos, mientras tanto, narran lo bien que desconectaron bajo la sombrilla.
El verdadero éxito, en este sistema, no es individual, sino estructural. Y mientras los hombres continúen apropiándose del tiempo y del cuerpo de las mujeres para sostener su ocio, sus caprichos y su supuesta autorrealización, será imposible hablar de igualdad. Cada vez que ellos deciden cuidarse o perseguir un sueño, hay un cuerpo que se dobla para sostenerlo: el de su mujer, madre, hermana o compañera de trabajo. Sus cuerpos se sienten libres porque los nuestros siguen encadenados a lo invisible.
Todas hemos vivido en nuestras carnes este egoísmo masculino, en mayor o menor medida, que se centra en su yo, en su cuerpo: hermanos que sólo sacan cubiertos para ellos, compañeros de trabajo que nunca te corresponden con el café diario, maridos que priorizan su ocio personal frente al tiempo en familia, parejas que no doblan tus bragas y amigos que ni saben tu cumpleaños.
Debemos poner fin a esta asimetría. No bastan los discursos sobre conciliación ni los gestos simbólicos. Se necesita una redistribución real del tiempo, de las responsabilidades y de los cuidados. Nunca habrá verdadera igualdad mientras los hombres sigan haciendo valer su cuerpo a costa del tiempo de las mujeres. Reconocerlo es el primer paso. Corregirlo, la tarea urgente de nuestro tiempo.