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Verano, complejos y política

El verano: sinónimo en el imaginario colectivo de helados, siestas eternas y pies llenos de arena, se convierte en ocasiones en algo muy distinto. Parece que viene con un examen obligatorio de autoestima en bañador. Y claro, suspenderlo te convierte automáticamente en “superficial”. Porque, ¿qué es más frívolo que preocuparse por tu cuerpo, cuando la sociedad lleva siglos recordándote que el tuyo no encaja en la postal de playa?

El sol quema, la piel suda, el olor a crema solar se mezcla con el de los bocatas de tortilla y las risas de fondo. Y ahí estoy yo, calculando si quitarme o no la camiseta, rezando para que las gafas de sol escondan la incomodidad en mi cara. Ese segundo, el de bajar la cremallera del vestido para quedarte en bikini, debería ser trivial, y sin embargo parece una prueba olímpica.

Bajar a la piscina donde hay otros chicos, pasearme por la playa, elegir braga de bikini (¿alta modo postparto o baja con la lorza saludando?), esquivar cámaras de amigas y hacerme solo selfies estratégicos, sudar por evitar los tirantes o los pantalones cortos… en definitiva: sufrir. Y dirás “esta tía es tonta” y yo te responderé que sí, pero es que me supera.

Lo mal que me veo me quita las ganas de hacer planes de agua. Los hago porque con la fucking menopausia no se puede tener más calor y me metería en un charco a rebozarme si eso me refrescara en un momento crítico. Pero con 0 entusiasmo.

Y no, no es solo el espejo. Es todo lo que me rodea. La tele que lleva veinte años hablando de la “operación bikini” y ninguno de la operación bañador, las influencers que posan con cuerpos imposibles (o posibles, pero que no son el mío), las revistas que cada junio repiten el mismo mantra: “pierde tres kilos en una semana”. Da igual que se hable de diversidad corporal, en cuanto llega el verano el mensaje se repite como un eco insoportable: tu cuerpo no está listo. ¿Listo para qué? ¿Para existir en público?

Entonces abro el WhatsApp, me voy al grupo de amigas y escribo: “VENGO A QUEJARME”. Ese grupo es un lugar seguro donde escupir mi frustración sin ser tachada de mala feminista, porque ¡oh, sorpresa! Las mujeres no somos seres de luz y las feministas tampoco, a algunas les chifla dar y quitar carnés.

“¿Cómo vas a estar hablando de tu papada si hay mujeres en Afganistán sufriendo lo inimaginable?”. Y lo sé. Claro que lo sé. Y entonces me siento gorda y culpable. Una feminista de mierda.

Pero entonces recuerdo: lo personal es político. Coño. Pues mi vivencia personal, mis complejos, son política. Y los de tantas y tantas mujeres. Mujeres que caen en TCAs, que abandonan actividades, que se pesan a diario, que practican sexo con la luz apagada.

Porque eso es lo perverso: la presión estética no es un capricho individual, es una herramienta de control. Nos roba tiempo, energía, dinero y libertad. Mientras contamos calorías o evitamos planes de playa, dejamos de hacer cosas que realmente importan. La inseguridad corporal es un mecanismo que asegura que siempre estemos ocupadas peleando con nosotras mismas, en lugar de pelear contra lo que de verdad nos oprime. Y lo peor: nos hace sentir culpables por hablarlo, como si nuestras cicatrices no fueran lo bastante importantes para merecer espacio en la conversación feminista.

¿Y ellos? Ellos pueden ser mediocres (también en esto). No importa su barriga, su calvicie, etc. pero tú, mujer, si te relajas: “te has abandonado”. Basta con abrir Instagram en junio para verlo; cuerpos perfectos tostándose al sol (por cierto: STOP color Risqueto), recetas de smoothies detox, rutinas exprés para “llegar a tiempo”. ¿A tiempo a qué?

Repaso mi galería de fotos para subir mis aventuras y desventuras a algún post y apenas tengo nada. Qué triste es desaparecer, ¿no? En serio: después de haber pasado uno de los años más duros de mi vida, de haberme inducido una menopausia a los 38 años, de levantar cabeza tras unos primeros meses pésimos, ¿no puedo compartir una foto porque me pesa más mi imagen que mi alegría? Pero, ¿quién soy?

Siento que me traiciono y que os traiciono a vosotras. Yo, que os miro y siempre veo algo bonito en vuestra cara, cuerpo y, por supuesto, interior, me miro a mí así de mal. Me avergüenzo de mi cuerpo hasta el punto de cruzarme con gente de mi pasado y cambiarme de acera para que no me reconozcan.

He sido la radiografía de un silbido durante toda mi vida. No estaba sana, pero casi nadie cuestionaba mi salud. Ahora, con 20 kilos más, la cuestionan. Pero yo sé que no es por mi salud. Es que mi cuerpo les ofende y disfrazan su fobia con falsa preocupación.

Obviamente, me encantaría hablar de todo esto con mujeres que no crean que si una se depila las piernas no ha leído sobre El mito de la libre elección. No es tan sencillo, como bien explica Ana de Miguel en el libro.

Así que no: hablar de complejos no me hace superficial. Me hace política. Porque cada vez que lo pongo en palabras, desarmo un poquito al enemigo. Porque decir en voz alta “me siento mal en mi cuerpo” no es debilidad, es resistencia.

Resistir es ocupar la piscina, la playa, la foto de Instagram con este cuerpo, con todos nuestros cuerpos, tal y como son. Y quizá ahí esté lo revolucionario: en dejar de escondernos. En contar nuestros complejos como quien abre una ventana. Porque sí lo personal es político, entonces mi verano lleno de inseguridades lo es. Y el tuyo, probablemente, también.

2 respuestas

  1. Totalmente de acuerdo. No lo podías haber explicado mejor.
    Pero quienes te conocemos y queremos y sabemos de tu sufrimiento desde hace tanto tiempo y tantas enfermedades nos encanta tu continente y sobre todo tu contenido.

  2. Amiga cuánta verdad ,vieja y dura por simple que parezca ahí sigue . Aquí seguimos .
    No estás sola somos manada!!!!

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