Una vez alguien me dijo que el consumo de “drogas” lo mantenía vivo, era lo que le daba en aquel momento de vida la facilidad de no pensar en su situación y no sentir vergüenza cuando iba por la calle. (Sufría sinhogarismo desde hacía 5 años, no tenía redes de apoyo, estaba en desempleo y con problemas de salud, además de su alcoholismo). Aquella frase me llevó a muchas preguntas y a un debate interno que años después continúa, pero me ayudó a clarificar algunas cosas importantes. Las “drogas” y el impacto que generan en la sociedad, requieren de una reflexión mucho más profunda que una posición política sensacionalista como la famosa “guerra contra las drogas”. Es mucho más que la etiqueta clasista de “yonki” y, por supuesto, más que la frase ignorante de “el que es adicto es porque quiere”, que vendría a equiparar a la capacidad crítica de un terraplanista o un negacionista del cambio climático.
Normalmente, cuando hablamos de “drogas” solemos hacerlo de forma simplista, sin mucho conocimiento cercano y con mucho estigma interiorizado. Porque, ¿a qué nos estamos refiriendo realmente con el término “drogas”? ¿Qué sustancias incluimos? ¿Cuáles no? ¿Realmente existen diferencias entre aquellas que etiquetamos como duras o blandas? ¿Soy consumidor por beber alcohol solo los fines de semana? ¿También son drogas las benzodiacepinas que me receta mi médica de cabecera para tapar la ansiedad? Por no hablar de la conceptualización que solemos hacer de la persona “adicta”, que no es lo mismo que ser un “yonki”, ¿no? De esto aprendí mucho observando el lenguaje de personas con trastorno adictivo en un centro privado de adicciones (donde había personas de un poder adquisitivo alto). Era curiosa la forma en la que se identificaban en relación a la sustancia porque aunque se autodefinieran como personas adictas o enfermas, la palabra yonki no formaba parte de su vocabulario, mucho menos de su identidad. Y es que en las drogas, también hay clases.
Desde hace varios años estoy en contacto profesional con personas que, además de sufrir una adicción, padecen las consecuencias de una gran exclusión social, donde la adicción solo es un factor más de vulnerabilidad, otra piedra que salvar de un camino lleno de pobreza, estigma, invisibilidad e injusticia social. Y no, en muchos casos las drogas no fueron la principal causante de sus situaciones actuales. Hay historias de vida tan complejas que hacen que la adicción no pueda ni plantearse como una situación a resolver, sino como una realidad con la que convivir y que, por desgracia, es la representación de un gran porcentaje de personas que sufren una adicción. Y es que el abuso de sustancias suelen ser el síntoma de un problema mayor y si nuestros contextos no son favorables, la recuperación se presenta como un círculo infinito y doloroso. Porque ni todas las personas adictas son iguales ni la fuerza de voluntad es suficiente, ojalá.
Los usos que se hacen de las drogas y la forma en la que percibimos a quienes las consumen no deja de ser una construcción social más, un sesgo que generamos condicionados por cuestiones que nos atraviesan como el género, la clase, la raza y por supuesto nuestros contextos. Porque no miramos igual al que se mete una raya de cocaína tras cerrar un acuerdo de negocios con chaqueta y corbata en su despacho, que a la que se fuma un porro en el parque con sus iguales vestida de chándal mientras divaga sobre lo mal que lo tiene para independizarse (aunque el chándal pueda ser más caro que el traje del ejecutivo).
O si, por ejemplo, pensamos en la reciente pérdida del cantante de Extremoduro, Robe Iniesta, todo un referente cultural que traspasó a generaciones con su música y que nos enamoró con su poesía. También fue un personaje que siempre estuvo vinculado con las drogas y esto Robe no lo escondió, sufrió problemas con la heroína, la sustancia que se llevó a tantas personas hace unas décadas y que generaba tanto estigma y preocupación social. Pero para la forma en la que la sociedad miraba a la figura de Robe, o del grupo Extremoduro, esto parece que se convirtió más en una cuestión identitaria, un halo de transgresión, lucha y origen humilde que yo me pregunto si hubiese sido interpretado o aceptado de la misma forma si hubiese sido una mujer la protagonista que en plenos años 80 hubiese hablado de drogas, sexo y rock and roll.
Este artículo no pretende resolver dudas, en todo caso, lanzar otras tantas más a lo que implica el consumo de drogas, la socialización de género y cómo esto puede condicionar en gran medida la forma en la que entramos, nos quedamos o no podemos salir de una adicción. Porque sí, mujeres y hombres nos solemos relacionar de forma distinta con las sustancias y, spoiler, no es algo casual, es estructural.
Hablando de la forma en la que suceden los primeros contactos con las sustancias, los hombres tendemos a iniciar de media el consumo antes que las mujeres. En la época adolescente, cuando la estadística dice que llegan los llamados consumos experimentales, los chicos solemos iniciarnos hasta un año antes que las chicas (EDADES 2024). Pero, ¿qué tiene que ver el género en esto? Bueno, si nos paramos a pensar en la época adolescente, momento de cambio, transición y paso a la adultez, la forma en la que nos expresamos hacia fuera y cómo nos autopercibimos, tiene mucho que ver con nuestro grupo de iguales. Nuestra identidad, aunque es un proceso individual, se fragua desde lo colectivo.
La masculinidad, o la forma de performarla en esa etapa vital forma parte del rito de paso hacia la etapa adulta. Y es que los primeros consumos se llevan a cabo normalmente por presión grupal. Esto quiere decir que si mis colegas del barrio fuman porros, o hacen botellón asiduamente yo tengo una mayor probabilidad de empezar a consumir con ellos por el simple hecho de seguir sintiendo que soy parte del grupo. Por simple imitación, por no conocer los peligros, por mostrar valentía, por falta de autoestima, necesidad de validación, no saber poner límites, experimentar en grupo con la curiosidad o desafiar lo prohibido.
De cualquier forma, para los chicos, esa demostración grupal ante los otros es la que suele condicionar no solo los inicios sino también el mantenimiento en los consumos. Cuando aquello que empezó siendo experimental, cuando lo pruebo una vez, pasó a convertirse en rutina o abuso normalizado de la sustancia y un “no saber parar”.
La cuestión es que si miramos los patrones de consumo, la estadística histórica dice que los hombres solemos tener un mayor consumo en todas las sustancias, exceptuando las benzodiacepinas, única sustancia donde las mujeres presentan un mayor consumo, tanto con receta como sin receta y desde edades tempranas. Se podría decir que por la forma en la que socializamos y nos relacionamos con las drogas, los hombres presentan una mayor prevalencia frente a los consumos.
Curioso, por ejemplo, que si hablamos de alcoholismo, encontraremos en el caso de los hombres un perfil de bebedor social, aquel que encontró el hábito y el abuso compartiendo con sus iguales en contextos de ocio. Sin embargo, en muchos casos cuando hablamos de la mujer que sufre alcoholismo, nos encontramos con un perfil solitario, de consumos en la esfera privada, devenido de un mayor estigma que sufren las mujeres adictas, lo que hace que sea mucho más complejo y tardío identificar la adicción, ya que podemos estar hablando de procesos que tienen que ver con los malestares de género. Las mismas consecuencias por las que mencionamos antes que las mujeres presentan un mayor consumo de benzos. Todo ello debido a las cargas que soportan dentro del sistema patriarcal y por lo que las mujeres suelen acudir mucho más a atención primaria a pedir ayuda ante cuadros de ansiedad, estrés, depresión o por las diversas violencias que sufren. Lo siguiente ya lo conocemos, un sistema de salud que no es capaz de dar respuesta ante la gran problemática de salud mental que padecemos la sociedad en general y en este caso las mujeres en particular, por lo que las benzodiacepinas, simples taponadores de malestares emocionales, se convertirán en el parche que no mira el origen de los malestares sino el síntoma.
Evidentemente, si venimos mencionando que esto es una cuestión estructural veremos los efectos y consecuencias en muchos lugares. No solo vamos a encontrar diferencias de género en la forma de consumir, sino también en su tratamiento. Si hablamos de procesos de recuperación, cuando una persona decide poner medios a una adicción, los hombres iniciamos más tratamientos, aproximadamente el 80% de los nuevos ingresos son de hombres (UNAD 2024). Habría que destacar que, aunque el consumo de sustancias supone un estigma para cualquier persona, en el caso de las mujeres esta cuestión se acentúa. Y son muchas más las barreras que se encuentran en el camino para pedir ayuda y es que los recursos de atención están masculinizados (pensados por y para hombres). No obstante, cuando las mujeres llegan, presentan una mejor adherencia al proceso de recuperación. Lo que quiere decir que las mujeres llegan menos a los recursos de adicciones pero cuando llegan, tienen un mejor resultado a pesar de las dificultades ya mencionadas.
Tras todo lo mencionado anteriormente, podemos vislumbrar lo complicado que es el ámbito de las drogas, desde todas sus esferas. Ya que solo hemos pasado y muy de puntillas por algunas de ellas. Desde su conceptualización, la forma en la que la percibe la sociedad y los aspectos que pueden condicionar en mayor o menor medida nuestra relación con ellas, siendo el género uno de los factores más protagonistas.
Para otro artículo podemos dejar uno de los grandes males actuales para los procesos de tratamiento y/o recuperación, y es toda esa marabunta de pseudo coach/terpaeutas que se mueven por las redes y que tras haber “superado” la adicción se autoproclaman expertos para acompañar a personas que sufren trastorno adictivo (como si haber sido experto en consumir te habilitase y preparara como profesional de la intervención en la prestigiosa Universidad del Baño de la Discoteca). Y esto no es una cuestión de titulitis, sino de rigor científico, preparación y ética. Es tremendamente doloroso ver cómo se lanzan mensajes de una supuesta ayuda desde un estigma interiorizado.