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De lo clínico a lo político: el narcisismo como coartada. 

Seguro que en las últimas semanas te has cruzado varias veces con la palabra narcisista. O en su versión más dramática, perverso narcisista. Seguro que también has leído cosas sobre personas o relaciones tóxicas. Están en todas partes: en libros de autoayuda, redes sociales, blogs, podcasts e incluso en artículos periodísticos.

Pero… ¿sabemos realmente qué significan?

Hace unos meses pedí a las mujeres que me siguen en Instagram que definieran qué es para ellas una “relación tóxica”. El resultado fue revelador: recibí tantas definiciones como respuestas. Si un término no tiene un marco común dentro del cual todas las personas podamos definirlo, no existe. Es un concepto difuso, abstracto y que cada persona puede interpretar a su manera. Y lo más preocupante: la mayoría de conductas descritas como “tóxicas” eran, en realidad, formas de violencia normalizadas.

Estos conceptos se viralizan porque ofrecen explicaciones rápidas, simples y fáciles de consumir. Sin embargo, conviene preguntarse: ¿a quién sirven estos términos? ¿Qué ocultan? ¿Cómo condicionan la manera en que entendemos —y enfrentamos— la violencia machista?

De lo individual a lo estructural

Hablar de “narcisistas” o “relaciones tóxicas” reduce problemas colectivos a lo individual. Es más cómodo, porque la realidad, mucho más incómoda, es que la mayoría de maltratadores no cumplen criterios diagnósticos de ninguna enfermedad mental. Son hombres comunes, atravesados por un profundo adoctrinamiento: el machismo.  

No nacen violentos, aprenden a serlo en una cultura patriarcal que les otorga poder y privilegios sobre las mujeres, que les repite que somos inferiores y que les pertenecemos, que legitima y ampara la violencia machista. Por tanto, podría ser cualquiera.

Cuando reducimos el maltrato a etiquetas como “narcisista”, “psicópata” o “tóxico”, caemos en la trampa de ignorar el componente estructural, que es donde realmente reside la posibilidad de transformar esta realidad.

Este desplazamiento no es casual ni inocente: despolitiza la violencia, la convierte en un fenómeno clínico y nos aleja de la raíz del problema. Los diagnósticos son estáticos, hablan de “monstruos aislados”, sin responsabilidad ni posibilidad de cambio. Hablar de violencia machista nos dice, por un lado, que cualquier hombre es potencialmente un maltratador; pero por otro lado, que si el machismo se aprende, también se puede desaprender.

¿Quién se beneficia?

El lenguaje nunca es neutral. El uso de estas etiquetas beneficia, en primer lugar, a quienes niegan que el machismo sea estructural. Bajo esta lógica, también hay mujeres “narcisistas” y “tóxicas”, y así ya no hace falta hablar de patriarcado, privilegios o desigualdad.

En segundo lugar, se benefician quienes comercializan con estas narrativas: gurús, coaches y autores de autoayuda que prometen curar heridas con un curso, un libro o una suscripción de pago. Te venden que si consigues detectar y evitar ciertos patrones, estarás a salvo.

Y, de forma muy evidente, se benefician los agresores, que quedan más cerca de la enfermedad que de la responsabilidad social.

El narcisista como arquetipo

El término “narcisista” ha calado con una rapidez sorprendente. “Tuve mala suerte, mi ex era un narcisista” encaja de maravilla en manuales de autoayuda y en los formatos de consumo rápido en redes sociales. La narrativa engancha: un hombre encantador que esconde un monstruo. Sin embargo, el patrón de seducción, control y sometimiento no responde a una patología individual, sino a una estructura social que lo legitima.

Y de ahí se desprenden mensajes peligrosos:

  • “No todos los hombres lo son” (#notallmen, ¿os suena?).
  • “Si tiene un trastorno, la violencia es inevitable”.
  • “La víctima debe formarse para detectarlos a tiempo”: si no lo hace, la culpa recae sobre ella.
  • “La solución es individual”: aléjate del narcisista, sin cuestionar el sistema.

He acompañado a muchas mujeres en situación de prostitución (en cualquiera de sus formas) que, además, sufrían maltrato en sus relaciones de pareja. A menudo acuden a terapia por esa relación. A través de las dinámicas que se dan en estas relaciones, es posible desmontar también el discurso que las mantiene atrapadas dentro del sistema prostitucional. Pero si hablamos en términos clínicos de su maltratador, sino existe una narrativa política de su historia, el resto de violencias que atraviesan en su vida quedan invisibilizadas.

Esto no implica negar la complejidad psicológica de cada caso ni el dolor real que provocan las dinámicas de abuso y manipulación. Implica, simplemente, no perder el marco político y social que nos permite comprender, prevenir y erradicar la violencia.

Algunas de vosotras me estaréis leyendo y pensaréis: vale, pero mi ex sí que era un narcisista. Y no lo dudo. Al igual que otra pudo sufrir maltrato a manos de un hombre diabético, sordo, alcohólico o con un trastorno bipolar. Pero ese no es el motivo por el que maltratan.  

Reconocer el adoctrinamiento patriarcal es incómodo, porque interpela a todos los hombres, no solo a los “monstruos”, y nos obliga a cuestionar nuestra propia posición en el sistema. Puestos a elegir, yo prefiero ser una tóxica a ser una víctima.

Cuando usamos palabras equivocadas, perdemos la capacidad de nombrar la violencia. En vez de hablar del sistema que la produce, hablamos de diagnósticos clínicos. Y al hacerlo, renunciamos a las herramientas necesarias para combatirla. La solución no está únicamente en señalar al individuo violento, sino en desmantelar la estructura que lo crea.

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