Nota de la autora
Este artículo se inscribe en la línea de investigación sobre feminismo radical y análisis crítico de los discursos de igualdad en el siglo XXI. Su propósito es examinar cómo el orden patriarcal reorganiza las jerarquías del odio, relegando la misoginia —la forma de violencia más estructural y persistente— a un plano secundario frente a otras formas de discriminación más compatibles con el marco neoliberal y androcentrista contemporáneo.
Introducción
En las últimas décadas, los discursos sobre derechos humanos han multiplicado el reconocimiento público de diferentes violencias. La homofobia y la transfobia se han convertido en banderas de las democracias modernas, asociadas a la defensa de la diversidad y de los derechos de las minorías. Sin embargo, la misoginia —el odio y desprecio hacia las mujeres— continúa siendo el cimiento sobre el que se construye la desigualdad, pero se trata como un problema ya resuelto o superado.
El contraste es abrumador: mientras los crímenes de odio por orientación o identidad sexual movilizan de inmediato respuestas institucionales, la violencia machista se contabiliza casi como un ritual administrativo. Desde 2003, en España, más de 1.200 mujeres han sido asesinadas por sus parejas o exparejas; la cifra global de la OMS (2024) supera las 89.000 mujeres asesinadas al año, la mayoría por hombres de su entorno. Sin embargo, el debate público rara vez se centra en el patriarcado como sistema.
La hipótesis de este trabajo es que la misoginia ocupa el último lugar en la jerarquía de los odios porque es la única violencia que amenaza el corazón del poder masculino. La homofobia y la transfobia, aunque reales y condenables, no cuestionan el sistema de dominación sexual, sino que se inscriben dentro de él. La misoginia, en cambio, implica reconocer que la mitad de la humanidad ha sido históricamente subordinada, explotada y silenciada. Esa constatación resulta insoportable para un orden social que sigue situando al hombre como centro simbólico, político y epistémico del mundo.
Marco teórico: reconocimiento, redistribución y androcentrismo
Nancy Fraser (2013) distingue entre las luchas por el reconocimiento —que buscan respeto y validación simbólica— y las luchas por la redistribución, orientadas a la justicia material. En las últimas décadas, las políticas de igualdad han desplazado la atención desde la redistribución económica hacia el reconocimiento identitario. En ese giro cultural, la misoginia se invisibiliza: el problema deja de ser el poder estructural masculino y se convierte en una cuestión de “tolerancia” o “diversidad”.
Simone de Beauvoir lo advirtió en El segundo sexo (1949): «El hombre no se define como varón sino como ser humano universal, mientras que la mujer es el Otro«. Celia Amorós, en La gran diferencia (2005), profundiza en esta idea al afirmar que el patriarcado no solo controla el poder político y económico, sino también el simbólico: el de nombrar la realidad. Rita Segato (2016) añade que la violencia contra las mujeres no es un exceso, sino un mandato pedagógico del patriarcado, una “pedagogía de la crueldad” que enseña a los hombres a ejercer dominio.
Silvia Federici (2004) demuestra que la génesis del capitalismo moderno se apoyó en la subordinación del cuerpo femenino: la caza de brujas, entre los siglos XV y XVII, fue una estrategia política y económica para destruir los saberes femeninos y naturalizar la división sexual del trabajo.
De ese entramado teórico se desprende una conclusión clave: la misoginia no es un prejuicio individual, sino una infraestructura del orden social. Cuando los Estados miden las violencias solo por su visibilidad mediática o por el tamaño de los grupos afectados, el patriarcado desplaza el foco hacia aquellas opresiones que no ponen en riesgo su hegemonía.
Historia ampliada de la misoginia: de la Ilustración al siglo XXI
La misoginia tiene raíces antiguas, pero se moderniza con la Ilustración. Aunque este periodo proclamó la igualdad y la libertad universal, excluyó a las mujeres del sujeto político. Mary Wollstonecraft, en Vindicación de los derechos de la mujer (1792), denunció que la razón ilustrada era una razón masculina. La Revolución Francesa —cuna del ideal de ciudadanía— guillotinó a Olympe de Gouges por reclamar que los derechos del hombre debían ser también los derechos de la mujer.
Durante los siglos XIX y XX, la misoginia adoptó formas pseudocientíficas. La medicina y la biología legitimaron la inferioridad femenina mediante el determinismo sexual. En el ámbito laboral, la industrialización reservó a las mujeres los trabajos menos remunerados, bajo el pretexto de su “naturaleza débil”. En la educación, se las destinó al cuidado, la docilidad y el silencio.
La segunda ola del feminismo —con Beauvoir, Firestone y Millett— identificó la raíz política de esa subordinación. Política sexual (1970), de Kate Millett, definió el patriarcado como “una política de poder que asigna roles y jerarquías sexuales”. Desde entonces, el feminismo radical ha mostrado que las relaciones entre los sexos no son complementarias, sino jerárquicas: una clase domina y otra obedece.
En el siglo XXI, esa misoginia se reconfigura bajo nuevas formas: la hipersexualización mediática, la cultura de la violación, la pornografía industrial y la precarización económica del trabajo femenino. La violencia contra las mujeres persiste, pero la narrativa social la presenta como un problema de “convivencia” o “pareja”, no como un problema político. La invisibilidad no se debe a su escasez, sino a su normalización.
La economía política del patriarcado
Silvia Federici y otras autoras del feminismo materialista coinciden en que el patriarcado no puede entenderse sin el capitalismo. La división sexual del trabajo —productivo y reproductivo— es la base sobre la que se sostiene la economía global. El trabajo doméstico no remunerado, realizado mayoritariamente por mujeres, constituye una transferencia masiva de riqueza hacia el sistema capitalista.
Nancy Fraser (2019) señala que el capitalismo contemporáneo atraviesa una “crisis de cuidados”: las tareas necesarias para la reproducción de la vida —alimentar, cuidar, sostener vínculos— se desprecian o privatizan, mientras las mujeres son empujadas a soportar esa doble carga. El patriarcado funciona así como la infraestructura invisible del mercado.
En este sentido, la misoginia no solo es un fenómeno cultural, sino económico. El desprecio por las mujeres garantiza que su trabajo, su tiempo y su cuerpo puedan ser explotados sin resistencia. A diferencia de la homofobia o la transfobia, que pueden ser combatidas mediante gestos simbólicos, la misoginia exige redistribuir el poder y la riqueza: un desafío mucho más profundo que ninguna democracia liberal está dispuesta a asumir.
Homofobia y transfobia: reconocimiento y centralidad masculina
La homofobia y la transfobia son violencias reales y condenables, que han generado un cambio importante en la sensibilidad social. Sin embargo, el modo en que se representan en la esfera pública revela una diferencia crucial: mientras la misoginia cuestiona el poder masculino estructural, las violencias por orientación o identidad de género suelen enmarcarse en relatos de inclusión y diversidad que no alteran el orden patriarcal.
En España, el Ministerio del Interior registró en 2023 un total de 1.606 delitos de odio, de los cuales 522 se vincularon a orientación o identidad sexual. En ese mismo año, los asesinatos machistas superaron el centenar, pero apenas generaron la mitad de la cobertura mediática que recibieron las agresiones homófobas. No se trata de competir entre víctimas, sino de analizar qué violencias conmueven al sistema y cuáles lo interpelan.
Como advierte Rita Segato, el patriarcado puede integrar las disidencias sexuales masculinas siempre que no cuestionen la jerarquía de género. El discurso de la diversidad —adoptado por instituciones y corporaciones— es perfectamente compatible con el capitalismo neoliberal, que celebra la diferencia mientras destruye las bases materiales de la igualdad. Por el contrario, la denuncia feminista radical exige una redistribución efectiva del poder: no solo tolerancia, sino transformación.
El ranking de los odios: una política de visibilidad
Las sociedades contemporáneas han establecido una jerarquía implícita de las violencias. En la cúspide se encuentran aquellas que el Estado puede visibilizar sin poner en riesgo su legitimidad; en la base, aquellas que cuestionan sus cimientos. La misoginia pertenece a esta última categoría.
La política de la visibilidad opera mediante campañas, días conmemorativos y gestos institucionales que generan la ilusión de progreso. La homofobia y la transfobia se adaptan a esta lógica porque se presentan como discriminaciones “modernas” que pueden resolverse con legislación inclusiva. La misoginia, en cambio, demanda revisar el contrato social completo: quién produce, quién cuida, quién manda y quién obedece.
Celia Amorós denomina a esta operación “ilustración patriarcal”: el sistema se muestra progresista, pero conserva la jerarquía sexual de base. El resultado es un feminismo domesticado, neutralizado, convertido en discurso de marketing. Se celebra la diversidad, pero se evita mencionar el sexo como categoría política. La desigualdad entre hombres y mujeres se reduce a un problema de actitudes, no de poder.
Cobertura mediática y representación cultural
El análisis mediático refuerza esta jerarquía. Los feminicidios, aun cuando se multiplican, reciben tratamiento episódico: son “casos aislados”, tragedias privadas. Las agresiones homófobas o transfóbicas, en cambio, se convierten rápidamente en símbolos colectivos, con declaraciones institucionales y actos públicos de repudio.
La explicación es política. La violencia contra las mujeres no puede instrumentalizarse sin poner en cuestión la estructura social misma. En cambio, la denuncia de la homofobia o la transfobia se integra fácilmente en el relato neoliberal de la inclusión, donde las grandes empresas, los partidos y los medios pueden declararse “aliados” sin modificar sus prácticas patriarcales.
En la cultura de masas, ocurre lo mismo: la representación de la diversidad suele estar protagonizada por cuerpos masculinos o andróginos, que mantienen la agencia narrativa. El cuerpo femenino, por su parte, continúa siendo un objeto de consumo, control o desaparición. Como escribió Federici, «el capitalismo necesita del cuerpo de las mujeres como territorio de extracción; por eso, su sufrimiento rara vez conmueve, porque forma parte del paisaje».
Volver a nombrar lo esencial
La jerarquía de los odios revela el modo en que el poder se reorganiza para preservar su centro. La misoginia se relega porque cuestiona el núcleo del patriarcado; la homofobia y la transfobia pueden ser integradas porque no lo desestabilizan. En el fondo, sigue operando la misma lógica: el hombre como medida de todas las cosas.
El feminismo radical plantea que no hay verdadera igualdad mientras la mitad de la humanidad continúe subordinada. Recentrar la lucha contra la misoginia no implica negar otras violencias, sino comprender que todas beben de la misma fuente: el dominio masculino sobre los cuerpos y las vidas.
La tarea política consiste en recuperar el sujeto mujer —no como identidad, sino como posición material de opresión— y devolverle centralidad al análisis feminista. Nombrar la misoginia como el odio fundante del patriarcado no es un gesto teórico: es una urgencia política.
Mientras el mundo celebra su diversidad, las mujeres siguen siendo asesinadas, empobrecidas o reducidas al silencio. Recordarlo es un acto de resistencia intelectual y moral. Solo desde ahí podrá construirse una sociedad verdaderamente justa.
Fuentes y referencias
Amorós, Celia (2005). La gran diferencia y sus pequeñas consecuencias para las luchas de las mujeres. Cátedra.
Beauvoir, Simone de (1949). El segundo sexo. Gallimard.
Federici, Silvia (2004). Calibán y la bruja. Traficantes de Sueños.
Fraser, Nancy (2013). Fortunes of Feminism. Verso.
Fraser, Nancy (2019). Los límites del neoliberalismo progresista. New Left Review.
Firestone, Shulamith (1970). The Dialectic of Sex. Bantam.
Segato, Rita (2016). La guerra contra las mujeres. Traficantes de Sueños.
ONU Mujeres (2023). Gender Snapshot 2023.
Organización Mundial de la Salud (2024). Informe sobre feminicidios globales.
Ministerio del Interior de España (2024). Informe sobre delitos de odio 2023.
FELGTBI (2024). Estado del Odio LGTBI+ 2024.