El otro día me preguntaron con qué corriente filosófica me identificaba más, y realmente no lo tengo claro, pero si algo me chirría profundamente es el relativismo imperante hoy día. El relativismo es esa corriente filosófica que se resumiría con el estribillo de la manida canción de Jarabe de Palo con su “depende, de todo depende, de según cómo se mire todo depende”.
Y aunque esto pudiera parecer a simple vista inocuo o incluso positivo ya que nos invita a no dar por sentado ningún pensamiento o idea, el relativismo conduce a una peligrosa legitimación del absoluto, porque todo es justificable según el prisma desde el que se mire, y si todo vale, ya nada vale.
El sexo no existe, el velo es una prenda de identidad cultural, la prueba del pañuelo otro tanto y así con todo. La idea de igualdad, justicia o libertad varía según el individuo y de pronto todas las opiniones tienen el mismo valor. Todo tiene cabida bajo el paraguas del relativismo.
¿Por qué sucede esto? Estamos en un momento de bonanza en derechos sociales, (nadie se muere de hambre en occidente hoy en día) y eso permite que las generaciones actuales divaguen sobre problemáticas ficticias porque no necesitan preocuparse de llevarse un trozo de pan a la boca. ¿Es lo deseable, no? Sabemos que el pensamiento sólo es posible desarrollarlo cuando tienes tus necesidades básicas cubiertas. Sin embargo, este avance no ha venido de la mano de una educación eficiente sobre el cómo hemos conseguido llegar hasta aquí, lo que se traduce en una juventud que se divide entre la que añora tiempos pasados en los que se carecía de todas las ventajas actuales pero sí podías permitirte tener tu propia casa, y una juventud que movida quizás por una mayor empatía pero desconocimiento por igual de los principios y luchas sociales del pasado, alimenta también el desazón en el que se desenvuelve la sociedad actual.
Y si a esto le sumas el fomento del individuo por encima del colectivismo, que es justo lo que ha permitido a la sociedad humana subsistir, quizás podamos entender el desasosiego de nuestra generación y las venideras, a pesar de vivir en un estado de bienestar que ya quisieran nuestros abuelos.
El pasado noviembre saltaba la noticia de que había sido elegido alcalde de Nueva York el candidato progresista Zohran Mamdani y me llamaba profundamente la atención que una de las etiquetas para tildarlo de progresista era hacer alarde de ser el primer alcalde musulmán. ¿No se supone que nos había quedado claro que la religión debía reservarse al ámbito privado? Más aún, ¿en qué momento es mención de orgullo por el progresismo ser practicante de una religión bajo la que se asesina y maltrata a tantas mujeres y niñas?
Tenemos que volver a los orígenes, pero a esos orígenes ilustrados y no tan lejanos, en los que se sentaron los derechos y deberes de la sociedad actual, sabiendo qué hay y qué no hay que defender y cómo se llegó a dicha conclusión, antes de que la población, engañada, considere que la única vía para tener una vivienda digna, un trabajo acorde a su preparación o una clase política decente, sea volver a tiempos de represión o votar al tirano de turno.