Se comenta que estamos a punto de volver a la normalidad, y la gente no cabe en sí de la alegría. Nosotras nos preguntamos qué tiene de bueno la normalidad de siempre.
El estrés de la vida, siempre intentando llegar a todo, una autoexigencia que nos tiene reventadas.
Ansiedad por un futuro que no sabemos cuál será, la súper productividad como filosofía, aunque nos cueste la salud mental.
No llegues tarde al gimnasio aunque a penas puedas moverte tras 12 horas de trabajo, y pégate ese viaje, que no te puedes permitir, para desconectar aunque cuando vuelvas la causa de tu frustración y cansancio siga vigente.
Sigamos con este ritmo frenético que nos impide parar y preguntarnos qué nos pasa o qué queremos. El autoconocimiento parece ser más temido que una vida sin conciencia plena de nosotras mismas.
La pandemia al menos nos obligó a detenernos. Nos obligó a vivir el presente, a conectar con la realidad. Fuimos capaces de comprender que quizás eso que llaman felicidad estaba en pequeñas cosas como poder dar un paseo con la luz del sol pegándonos en los hombros.
Que no te hace falta irte a Bali, cariño, que en el bar de la esquina rodeada de los que más quieres se está genial. Y que quizás no tener ni un segundo al día para mirar en tu interior te está matando poco a poco.
Se repitió hasta la saciedad eso de que después de esto “saldríamos mejores”, ya hemos visto que no ha sido así, y no es que ahora seamos peores, simplemente seguimos siendo las mismas personas.
Personas autómatas, presas de un estado que cada vez les aprieta más, para que no piensen, para que no juzguen, para que no se les ocurra detener la noria de la sobre producción. Y que así no se den cuenta de que eso no es vivir, sino sobrevivir.