Una opinión pasional de una mujer en pleno proceso de individualización.
Las personas neuróticas discrepan del individuo común en sus reacciones ante las situaciones de la vida cotidiana. El concepto de lo normal no sólo varía con las distintas culturas sino que también depende del momento histórico. Así, alcanzamos el concepto de normalidad adoptando ciertas pautas de conducta y de sentimientos vigentes entre los miembros de un determinado grupo, en un determinado momento.
Las condiciones individuales en las que vivimos se hallan inseparablemente entrelazadas con las colectivas. Llegar a ser individuos depende de que el resto de la sociedad nos reconozca como tal. La primera persona de la que recibimos reconocimiento es de nuestra madre. La crianza en los primeros años de un humano tiene como objetivo que este ser crezca aprendiendo a saberse individuo y a comportarse como tal, esto es, de manera independiente, con una alta autoestima y una gran disciplina interior. Sin embargo, ¿cómo es posible que las mujeres, a lo largo de la historia, hayan tenido la capacidad de iniciar en la individualización a otros seres humanos cuando ellas mismas no lo son?
A día de hoy la mujer no es completamente un individuo. Un individuo es un ser humano sobre el cual se reconoce que tiene necesidades y en base a estas se crean sus derechos. Se le reconoce su capacidad de raciocinio y, por lo tanto, se le despeja la senda del entendimiento. Un individuo es libre de vivir las alegrías y las penas de esta vida.
La mujer, empero, no sólo comparte los temores comunes a todos los hombres de una cultura, sino que sufre además otras angustias que obedecen a las condiciones propias de su vida individual como mujer, vinculada a las condiciones que como tal sufre en cada cultura. Así, aunque deba someterse a las aprensiones y defensas de su cultura, el hombre de ordinario se hallará en condiciones de realizar todas sus capacidades y de gozar lo que la vida puede ofrecerle. Al hombre le es factible aprovechar al máximo las posibilidades brindadas por su cultura y no sufre sino lo inevitable en esas condiciones. La mujer, en cambio, siempre sufre más que el hombre, pues de continuo se ve obligada a pagar un precio desorbitado por sus defensas, precio consistente en el menoscabo de
su vitalidad y de su expresividad, y en la destrucción de sus capacidades de realización y de goce.
La mujer está en lucha constante por su individualización, y prueba todas las maneras posibles para ello sin ni si quiera darse cuenta de que cada paso que da es rebeldía, es autoafirmación, es ira inconsciente, es una individua intentando salir a la luz luchando contra la pringue patriarcal que la somete. Pero hay una gran discordancia entre la capacidad potencial de una mujer y lo que en realidad cumple en su vida, porque ella misma, su propia condición de hembra de la especie, es un obstáculo en su camino.
Creo que las mujeres desarrollamos una personalidad neurótica desde el momento en el que nos socializan como mujeres. Desde el momento en el que nos educan para ser las mujeres que cada cultura quiere que seamos. Esa manera de coartar a la individua que podríamos llegar a ser es la manera que tienen de deformar nuestro carácter. Los síntomas de esto se expresan de muchas maneras, pero el conflicto interno, “aquello que no tiene nombre”, está arraigado en nuestras psiques.
Esto se puede comprobar pues la mayoría de las mujeres tenemos idénticos problemas y estos son creados por las condiciones específicas de vida en cada una de las culturas. Y porque también existe similitud en las disparidades básicas por la semejanza de las actitudes misóginas en todas las culturas.
La búsqueda de la aprobación masculina. Las mujeres, aún las muy concienciadas al respecto, estamos presas de un continuo afán indiscriminado de afecto o validación por parte de los hombres, independientemente de nuestro interés por la persona respectiva, pues cargamos impuesta, desde los primeros momentos de socialización, la trascendencia que adjudicamos a su opinión. Esta hipersensibilidad se puede ocultar bajo una actitud de “me da igual”, pero el empoderamiento de la mujer que nos venden sigue moldeado por la estética rancia de convertirnos en medios sexualizados para un fin sexual.
La preocupación por obtener la estima del macho, no obstante, nos produce inseguridad, y provoca una constante competición con otras mujeres que nos lleva a sentirnos permanentemente en un cuerpo inadecuado.
Las mujeres no expresamos nuestros verdaderos deseos, decisiones u opiniones porque hemos tenido escasas oportunidades de formarnos alguna. Somos una carcasa y son ellos los que nos enfundan sobre sus deseos, decisiones y opiniones, haciéndonos creer que son nuestras.
Para poder desarrollarnos como individuas debemos tener un lugar reconocido en la sociedad. Nosotras podemos leer, podemos informarnos, escribir, vindicar, podemos ser conscientes de nuestra historia, de nuestro contexto cultural, de nuestra educación…y todo esto, todas nuestras conquistas, nos conducen por un camino hacia la individualización que parece no llegar nunca a la meta. Porque, repito (a ver si cala), convertirse en individuo no es una tarea individual sino que es un proceso que surge del reconocimiento de la sociedad.
La consecuencia de reconocer a las mujeres como individuas significaría la verdadera equipotencia de los seres humanos que habitan en este planeta. Descubrir cómo están construidas las barreras que nos impiden dejar de ser medios para convertirnos en fines. Poder utilizar la razón para llegar al entendimiento. Liberarnos, por fin, del yugo patriarcal que sigue empeñado en arrastrarnos al fango de ser el sexo débil.
Nota: Para escribir esto me he apoyado sobre los hombros de las gigantas Amelia Valcárcel, Mary Wollstonecraft, Karen Horney, ( y tantas otras…)