Cuando nos dicen que “la justicia es ciega”, lo que realmente nos están insinuando es que su imparcialidad es inquebrantable. Pero ¿realmente es así? Barbijaputa, cuyo nombre ha sido difundido a diestro y siniestro, ha vivido en carne propia lo que significa ser víctima de una maquinaria judicial que no solo está lejos de ser ciega, sino que tiene los ojos bien abiertos para perseguir, silenciar y anular a quienes se atreven a desafiar las normas impuestas por el patriarcado. En su caso, el sistema judicial no solo falló, sino que se convirtió en un instrumento de acoso ideológico, un ejemplo claro de cómo la balanza de la justicia puede inclinarse peligrosamente dependiendo de los prejuicios ideológicos de quienes la administran.
El periplo judicial de Barbijaputa comienza en 2017, cuando el Comité Legal para la Lucha contra la Discriminación presenta una querella en su contra por presunto un delito de odio a raíz de varios tuits que publicó entre 2011 y 2015. Llegadas a este punto ¿Quién es el Comité Legal para la Lucha contra la Discriminación?
Pues bien, nadie sabe quienes son. Os animo a que hagáis una breve búsqueda en Google, con suerte llegaréis a la web de Acom: una asociación denominada “Acción y Comunicación Sobre Oriente Medio”, cofundada por David Hatchwell, mentor de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Díaz Ayuso. Sorpresa.
Volviendo a la esfera judicial. Hablemos de los plazos de instrucción: Según el artículo 324 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (tras su reforma de 2015), la fase de instrucción debe concluirse en un máximo de seis meses para causas sencillas, o hasta dieciocho meses si se declara la causa como «compleja», con posibilidad de prórroga previa solicitud motivada. ¿Y qué pasó en el caso de Barbijaputa? Pues que estos plazos se incumplieron flagrantemente. La investigación se ha prolongado años, sin que mediara justificación procesal alguna para seguir arrastrándola como un cadáver jurídico.
La “motivación” de la prórroga fue pueril, injustificada y sin fundamento. Nadie se preocupó por respetar los derechos procesales de la investigada. Los plazos no son una recomendación: son una garantía y en el caso de Barbijaputa fueron pisoteados con alegre desparpajo.
Pero al turrón, ¿por qué la Audiencia Provincial absolvió fundamentalmente a Barbi? os dejo a continuación unas breves líneas de la sentencia:
“No es posible justificar el incumplimiento de los plazos de instrucción, que como hemos dicho no solo afecta al derecho a un juicio sin dilaciones, sino al derecho fundamental de defensa de la acusada, que ha de ser respetado y salvaguardado. En un Estado Social y Democrático de Derecho los fines no pueden justificar los medios que no se ajustan a la legalidad. En otras palabras, los derechos de defensa y a un juicio justo de la acusada han de ser preservados en todo caso”,
Es decir, se vulneró el derecho fundamental de defensa (art. 24.2 de la Constitución Española), estrechamente vinculado con la tutela judicial efectiva, ¿Qué implica este derecho? No es solo el derecho a tener un juicio (que ya sería básico), sino también a que este juicio sea justo, sin dilaciones indebidas y con todas las garantías. Cuando un procedimiento se convierte en un laberinto sin salida donde los plazos se incumplen sistemáticamente, las decisiones se dilatan sin razón, y se mantiene a una persona durante años bajo la amenaza de un posible castigo, sin una resolución justa ni oportuna, estamos ante una burla directa al derecho a la tutela judicial efectiva: La sentencia de la Audiencia Provincial es clara, y es que que su declaración como investigada se produjo dos años, cuatro meses y dos días después de concluir el plazo límite para la investigación que marca la ley.
El caso tiene muchas más aristas que conviene tener en cuenta y que, por supuesto, os invito que escuchéis directamente en el Podcast que dedicó para exponer su caso.
Este caso demuestra lo que ya intuye la población en general y sabemos quienes ejercemos la abogacía: el sistema judicial no es un ente imparcial. De hecho, como cualquier institución humana, está marcada por los prejuicios ideológicos de quienes la componen. La ley está diseñada para proteger a todos por igual, o al menos esa es la teoría, pero lo que está ocurriendo con los juicios de odio y la persecución de opiniones disidentes es que la justicia se ve desbordada por la ideología de quienes la administran.
Lo peor no es que haya jueces y juezas sesgados. Lo más inquietante es que este sesgo no es un defecto aislado, sino que está presente a nivel sistémico. El hecho de que Barbijaputa fuera procesada por meros tuits muestra cómo la balanza de la justicia no siempre se inclina hacia lo justo, sino hacia lo que se considera políticamente correcto en un determinado momento. El escudo que las instituciones utilizan para protegerse de las críticas y las voces incómodas no es otro que el uso de procesos judiciales como una forma de control social. Y esto, claro, no solo lo han experimentado activistas feministas como Barbijaputa, sino que muchas voces que critican el status quo se ven igualmente arrastradas a este juego macabro.
La pregunta que queda flotando es: ¿hasta qué punto los jueces y juezas, al ser personas antes que cargos, deberían despojarse de sus sesgos ideológicos al emitir sentencias? La respuesta parece clara: deberían hacerlo. Sin embargo, las estructuras del poder judicial, como las de muchas otras instituciones, están plagadas de personas que, aunque no lo reconozcan abiertamente, están profundamente influenciadas por su propia ideología, y esto no solo es evidente en los casos más mediáticos, sino que también se refleja en muchos otros procesos menos visibles.
El caso de Barbijaputa es solo un ejemplo más de cómo el sistema judicial puede ser manipulado para castigar a quienes se atreven a desafiar el poder. Lo que empezó como una denuncia a unos tuits terminó siendo una clara vulneración de sus derechos fundamentales y del derecho que más ha protegido durante estos años: su privacidad. Los jueces y juezas que debían velar por su protección, en lugar de eso, se convirtieron en los actores principales de un proceso que se dilató innecesariamente, con el único fin de silenciar una voz incómoda.
Con todo, aunque no se hubiesen incumplido los plazos, no me cabe la menor duda que todo el procedimiento hubiese llegado a buen puerto en manos de la compañera Isabel Elbal y quien lo dude, no tiene ni idea de derecho.
Lo irónico es que, en muchos de estos casos, el sistema judicial acaba favoreciendo a aquellos que, en lugar de ser perseguidos por sus opiniones, se sienten cómodos en su privilegio, y no se les ocurre cuestionar ni por un segundo el status quo que perpetúan. Barbijaputa no solo sufrió la persecución de la justicia, sino también el acoso mediático y el silenciamiento constante -como ha hecho Público y que dará para otro post-, algo que experimentan muchas mujeres que defienden el feminismo radical.
Es necesario que, como sociedad, empecemos a cuestionar el poder del aparato judicial y a reconocer que la justicia debe ser algo más que una simple aplicación de la ley. Debe ser una herramienta de igualdad, de equidad, de verdad, no una institución al servicio de los intereses ideológicos de quienes la ocupan. Mientras no entendamos esto, seguiremos asistiendo a juicios como este, donde la justicia no es un derecho, sino una herramienta de poder.
El caso de Barbijaputa no fue un juicio. Fue un escarmiento, un intento de aniquilación simbólica de una mujer que no tenía miedo de hablar. Es hora de que empecemos a cuestionar quiénes realmente están ejerciendo el poder en nuestras instituciones y por qué la balanza de la justicia nunca parece inclinarse hacia los que menos tienen, los que menos voz tienen y los que más luchan por cambiar las reglas del juego.