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Intrusismo masculino

Una vez, hace tiempo, charlando con alguien sobre la igualdad entre hombres y mujeres, se me ocurrió decir que la igualdad efectiva llegaría el día en que una mujer entrenara al primer equipo (masculino) de fútbol del Real Madrid o del FC Barcelona sin que nadie diera ninguna importancia al hecho. Y, quizás, no es un mal barómetro. Obviamente, aún estamos muy lejos de algo así. Podemos imaginar perfectamente lo que sentirían muchos ante la idea de que una mujer dirigiera un equipo masculino de fútbol de primer nivel, con toda la carga simbólica de masculinidad asociada a ese mundo. Y, sin embargo, las mujeres hemos tenido que aceptar que los hombres se hayan entrometido en todos nuestros asuntos. 

En un mundo igualitario de entrada, naturalmente sería irrelevante el sexo de la persona en (casi) cualquier actividad o profesión. Pero la igualdad no ha sido nunca el caso y sigue sin serlo. La prueba es que, en un mundo en el que las mujeres somos la mitad de la población, y, solo hablando de sociedades occidentales que reconocen la igualdad legal entre hombres y mujeres, las mujeres están ausentes, o con una presencia ridícula, en los puestos de poder y mando en el deporte, en la economía, en la política, en los medios de comunicación, en la cultura –por citar algunos ámbitos decisivos. Entonces, partiendo de una situación de desigualdad, sí se vuelve relevante el sexo de cada quien en cada puesto. Y lo que se constata es que las mujeres estamos ausentes de los puestos relevantes, también allí donde la cultura o, en ocasiones, la biología, ha determinado que sean ámbitos de las mujeres. Es decir que las mujeres hemos sido apartadas de la autoridad y del prestigio en los asuntos masculinos y los generales y, además, hemos tenido que aceptar que los hombres se hayan entrometido en nuestros asuntos, desde los vestuarios de los equipos femeninos hasta las salas de parto.

Podemos concretar algunos de esos ámbitos considerados tradicionalmente femeninos o con más presencia de mujeres. Por ejemplo, es bien sabido que ciertas prácticas de bienestar físico como el yoga, pilates y otras, presentan una abrumadora mayoría de practicantes femeninas, hasta llegar a ser marginal la presencia de los hombres. Pero, en cambio, su presencia como instructores o profesores de esas prácticas, aunque pueda ser menor respecto a la de las profesoras, está en una proporción superior a su peso entre el alumnado. Y ni que decir tiene que, por ejemplo, los profesores de yoga más prestigiosos a nivel mundial son varones. Lo mismo se aplica a las prácticas espirituales como la meditación, los retiros, etc., en las que las mujeres constituyen el ejército de base pero en la dirección siempre hay, proporcionalmente, más hombres. El mundo de la moda y la belleza, otro sector dirigido principalmente a las mujeres como consumidoras, también tiene una sobrerrepresentación masculina en los puestos de poder y decisión: diseñadores, estilistas, peluqueros y asesores prestigiosos, etc. son a menudo hombres. No estoy diciendo que estos sectores sean, per se, femeninos, sino que, por razones culturales, han acabado siendo considerados de mujeres y con un público mayoritariamente femenino. Naturalmente, es necesario luchar contra los mandatos de género y liquidarlos pero, mientras tanto, los que mandan, dictan y hacen negocio, a menudo son los hombres.

Peor es el caso de los ámbitos femeninos determinados biológicamente. En el caso de las competiciones deportivas, es abrumador el número de entrenadores varones de equipos femeninos. También se ven, a veces, instructores varones de fitness hablando, por ejemplo, sobre la conveniencia o no del ejercicio físico durante la menstruación y cosas por el estilo. Tal osadía causa vergüenza ajena. (¿Podemos imaginar a mujeres en una posición equivalente arrogándose la autoridad de hablar sobre el ejercicio físico que les conviene a los hombres en tanto que varones?). Especialmente dramática y perjudicial para la historia de las mujeres, ha sido la invasión masculina en la atención ginecológica y en la asistencia en los partos. Pero la audacia masculina, con su afán de apropiación, no conoce límites.

De nuevo, en un mundo igualitario o donde la presencia de mujeres en todos los sectores, especialmente en puestos de dirección, estuviera normalizada, el sexo de la persona profesional sería irrelevante en la gran mayoría de los casos. Pero en nuestro mundo, que excluye sistemáticamente a las mujeres del poder, un mundo en el que es prácticamente imposible que una mujer entrene al Barça o al Real Madrid (masculinos), las mujeres debemos revelarnos contra el intrusismo masculino en nuestras áreas, especialmente en aquellas condicionadas por nuestra biología. Mientras persista la desigualdad, sería una buena idea oponer una resistencia activa a la ocupación de unos puestos de autoridad que deberíamos ocupar nosotras, ya que no nos dejan ocupar otros. Demandemos y busquemos mujeres en esos puestos como medida política para el cambio. De paso, además, estaremos fomentando ambientes más seguros para las mujeres. No es solo una cuestión de justicia, es una forma de resistir una estructura que, incluso en los espacios que sostenemos o nos pertenecen, nos relega a un lugar secundario.

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Laura Ortega

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