El debate sobre la prohibición del velo en los institutos está marcado por discursos simplistas y polarizados que dejan en segundo plano a quienes realmente hemos vivido esta realidad. Desde la izquierda, se defiende el velo como un símbolo de identidad sin analizar las estructuras que lo imponen y sus consecuencias. Desde la derecha, se instrumentaliza el tema con una supuesta preocupación por nosotras que, en muchos casos, no es más que una excusa para atacar la diferencia. En ambos casos, se habla sobre nosotras, pero no con nosotras.
Sé lo que significa llevar el velo en la adolescencia. Sé lo que es crecer con ese mandato y también lo que implica cuestionarlo. Y precisamente por eso, me resulta frustrante ver cómo este debate sigue girando en torno a posiciones que ignoran nuestra experiencia. Si realmente preocupa la opresión que muchas sufrimos dentro de nuestras comunidades, excluirnos de la educación no es la solución. No se trata de apartarnos, sino de garantizar acceso al conocimiento, a herramientas y a espacios donde podamos cuestionar y replantearnos nuestra realidad. Prohibir el velo en los institutos no nos libera; lo que consigue, en muchos casos, es que abandonemos la escuela, dejándonos aún más expuestas a las dinámicas que supuestamente se quieren combatir.
Además, la realidad que muchas veces se ignora es que esta exclusión no solo lleva a que las adolescentes abandonen la escuela, sino que en numerosos casos terminan con su devolución a los países de origen de sus familias. Esta es una dinámica que vemos con frecuencia y que agrava aún más su situación. A muchas de nosotras, mujeres que venimos de estos contextos, nos llegan alertas cuando estas adolescentes ya están retenidas, cuando ya han sido sacadas del país y han perdido cualquier posibilidad de decidir sobre su futuro. Y lo más preocupante es que, desde aquí, no podemos hacer nada para evitarlo. Nos encontramos con la frustración de ver cómo desaparecen del sistema educativo sin que exista ningún tipo de seguimiento institucional que pueda impedirlo. Si la preocupación real es su bienestar y su autonomía, ¿cómo es posible que no haya mecanismos para garantizar que no sean enviadas lejos, fuera del alcance de cualquier apoyo?
Hemos conocido casos de adolescentes que, tras ser obligadas a abandonar la escuela, han sido enviadas a los países de origen de sus familias con la excusa de “reeducarlas”. Muchas veces, cuando intentan pedir ayuda, ya es demasiado tarde. Desde aquí, solo podemos recibir sus mensajes de auxilio, impotentes ante la falta de mecanismos reales para intervenir.
Para quienes hemos sido críticas con la religión y el papel que juega en la opresión de las mujeres, esta situación no es sencilla. Sabemos que los mandatos religiosos imponen límites reales a nuestra libertad y que el velo es, en muchos casos, una imposición social, familiar o religiosa de la que no siempre es fácil escapar. Pero también sabemos que la solución no es prohibirlo sin más, porque eso no elimina la raíz del problema, sino que lo traslada a otro escenario con nuevas formas de exclusión. No se trata de celebrar el velo ni de ignorar su carga opresiva, pero tampoco de imponer barreras que refuercen el aislamiento. Lo esencial es garantizar espacios donde podamos formarnos, cuestionar y replantearnos nuestro mundo sin miedo ni castigos, sin ser condenadas, instrumentalizadas ni ignoradas.
Quienes hemos pasado por esto rara vez somos escuchadas. Nuestra experiencia se reduce a dos narrativas que simplifican nuestras vivencias: o bien se nos presenta como víctimas sin matices, o bien somos portadoras de una identidad inamovible. Este marco de análisis ignora las violencias que enfrentamos y no nos permite existir fuera de los discursos ajenos. Además, muchas de nosotras, que hemos sido críticas con el islam —porque el velo es solo la punta del iceberg—, nos hemos visto atrapadas en una dinámica perversa. Desde un lado, se nos acusa de islamofobia; desde el otro, se nos instrumentaliza para discursos de odio. La consecuencia es que muchas voces que podrían ofrecer un análisis más complejo han sido silenciadas o distorsionadas. Si realmente queremos evitar que estas adolescentes sean expulsadas del sistema educativo y, en muchos casos, incluso del país, es imprescindible que existan mecanismos de seguimiento y protección. No podemos permitir que desaparezcan sin dejar rastro. Las instituciones deberían establecer protocolos para identificar casos de riesgo y garantizar que ninguna menor sea enviada a otro país en contra de su voluntad. Esto implica, por ejemplo, coordinación entre los centros educativos, los servicios sociales y asociaciones especializadas, así como la creación de redes de apoyo para estas adolescentes. En lugar de medidas que las excluyan aún más, es urgente construir espacios donde puedan expresar sus inquietudes sin miedo y recibir ayuda cuando la necesiten. Solo así podremos garantizar que su derecho a la educación y a decidir sobre su propia vida no dependa de la suerte.