Camila Luna
Escribo esto en uno de los primeros días de sol y calorcito de la primavera mientras pienso en Jake Gyllenhaal. Porque desde mi feminismo radical interno me surge la necesidad de encontrar una excusa a dichos pensamientos. Podría afirmar “necesito follar”, sin embargo creo que no es necesitar, sino querer. Y tampoco es follar, sino complicarme la vida. Por lo que deduzco que esas mariposas primaverales que siento en estómago y clítoris solo pueden significar una cosa: aburrimiento.
Cher dijo “El hombre no es una necesidad, es un lujo, como un postre”.
Echando la vista atrás, puedo afirmar que, en mi vida, las relaciones heterosexuales han sido una mezcla entre presión social y aburrimiento.
Fue Adrienne Rich la que puso sobre la mesa el concepto de “heterosexualidad obligatoria”. En su artículo Compulsory Heterosexuality and Lesbian Existence (1980), Rich hablaba sobre los mecanismos que utiliza el sistema patriarcal para empujarnos a todas (y todos) hacia la heterosexualidad. Otros estudios de teóricas feministas también hablan de la adoctrinación infantil y adolescente sobre el amor romántico y el amor como emoción.
Dejando a un lado la base teórica, quería hablar partiendo de mi experiencia personal (contaros mi vida, vamos). Me crié en un colegio no mixto de monjas cristianas, y hasta los 16 años, que me cambiaron a un colegio mixto, no sentí esa terrible presión social. De repente descubrí que toda yo era un defecto andante y que, además, me debía sentir super acomplejada por un montón de cosas sobre las que nunca me había parado a pensar. También debía estar persistentemente preocupada por cómo ocultar, o solventar, esos errores que existían en mí. El cabello encrespado, las ojeras, la chicha, los granitos, los pelos…(¿qué os voy a contar?), cualquier cosa era motivo de obsesión. Y todo por una sola razón. Que los chicos se fijaran en mí. Sin embargo, me sentía muy contrariada porque, estos, se fijaron en mí desde el primer día, pero siempre para avergonzarme. Aún siguiendo los miles de consejos de las revistas de belleza, y las pautas y rutinas que me hacían despertarme a las seis de la mañana para llegar a clase disfrazada de “mujer de verdad”, ellos encontraban hasta el más mínimo pretexto por el que yo no podía
concentrarme en cualquiera de los aspectos verdaderamente importantes de mi vida. Era una constante lucha para encajar en ese canon de perfección inalcanzable por el que se suponía que los chicos no me ridiculizarían, si no que me amarían.
Pero no me paraba a pensar qué significaría llegar a ese punto en el que superaría el ser objeto de burla, para ser objeto de deseo. Cuando lo alcancé, me sentía orgullosa del progreso que había hecho y por el que había conseguido llegar a mi gran objetivo de la adolescencia, gustarle a los chicos. Me sentía en una posición de poder. Según decían los expertos, ahora podía utilizar todo ese potencial para manejar a los hombres a mi antojo, y así parecía. Ellos hacían absolutamente todo lo que yo les pedía. Y yo, a cambio, les daba mi cuerpo. Era el trato para el que me había estado preparando tantos años, mientras las comedias románticas me ponían los dientes largos haciéndome creer que de esos encuentros, saldría un amor verdadero.
Laura de @thirteen__roses decía el otro día que no necesitamos los libros de autoayuda, sino los de teoría feminista. Y es verdad. Ahora entiendo el gran gasto de tiempo y energía invertido en los hombres de mi vida. Aquellos que yo creía controlar, sin saber que ellos pensaban lo mismo de mí. Porque después de haber escuchado mis historias y de haberse reído conmigo, ellos daban por hecho que yo ese tiempo y energía se lo tenía que devolver en forma de entrega sexual.
Ahora que he leído y que comprendo muchas cosas que me hicieron, en un principio, sentir una repulsa instintiva hacia los hombres como grupo, he optado por una nueva perspectiva. Me explico. Cuando era más joven, lo que me gustaba de un chico siempre era el rollo. No si eran especialmente guapos, y menos si estaban especialmente buenos. Sino alguna especie de conexión que yo sentía, que quizás ni siquiera existía, probablemente hasta me la inventaba. Los chicos con los que se liaban mis amigas siempre estaban tremendos. Yo pensaba que ellas estaban un poco vacías por fijarse solo en el cuerpazo de aquellos maromos. Sin embargo, ahora creo que ellas eran mucho más listas que yo. Porque aquel idilio que yo pretendía siempre acabó tornándose en una enorme decepción. Parecía que los chicos en los que decidía invertir mi ilusión, jugaban un papel encantador hasta que “hacíamos el amor”. Y a partir de ahí comenzaba una montaña rusa entre el desencanto y la compensación. Así que el otro día, viendo Vikings (dato importante), decidí que si volvía a invertir energía en un tío sería, solo y exclusivamente, por la carcasa, por darme un gusto. Un tío que no me ilusione, que sea lo
que ves, puro atractivo. Y que, como un postre, sea lo último y más opcional del menú, pero que te deje el sabor de un dulce.
Así que volviendo a Cher, estoy de acuerdo con ella. El hombre es totalmente innecesario para vivir, pero puede ser una opción para pasar el aburrimiento.