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El Che, Pinochet y #notallmen

Se ha puesto de moda decir de los machirulos de izquierda (tipo Íñigo Errejón) que en la calle son el Che y en la casa, Pinochet, como si todos no estuvieran hechos del mismo material misógino que el resto de los líderes mundiales, a un lado u otro del espectro político. ¿Son el Che, Errejón y Pinochet realmente tan diferentes? 

En las formas, sí. Algunos de los elementos vienen dados por la época, evidentemente. No veo yo al Che ni a Pinochet llorando con lágrimas de cocodrilo y echándole la culpa de todo al patriarcado. Ellos eran machos, por favor. Errejón, tío listo al fin, ha sabido interpretar que ya no se puede ir por la vida presumiendo de tenerla más grande que el resto. Errejón sabe que los machirulos han cambiado el uniforme militar por unos vaqueros lavados, se han pintado las uñas de negro y se han hecho algún piercing con el que las masas que les votan puedan sentirse identificadas, pero ni entonces ni ahora han hecho cosas tan locas como pedir perdón. Porque no nos engañemos, lo de Errejón no era una disculpa. Ni siquiera llegaba a aquella genialidad ambigua de “Lo siento mucho. Me he equivocado. No volverá a ocurrir” con la que el emérito nos dejó preguntándonos exactamente qué sentía mucho, en qué se había equivocado, y cuál de su larga lista de fechorías no volvería a ocurrir. Lo de Errejón fue una intensa mirada a su propio ombligo porque no le da la flexibilidad para lamerse las heridas un poquito más abajo. 

El Che, Errejón y Pinochet comparten un patrón que trasciende sus diferencias ideológicas y contextuales. En esencia, representan una misma forma de ejercer el poder: imponen sus ideas y valores siempre de arriba a abajo, a menudo bajo la premisa de saber qué es mejor para sus followers, sin tener en cuenta de verdad las voces de las mujeres. Todo por nosotras, pero sin nosotras. Dejar hablar a las mujeres prostituidas para no tener que penalizar a quienes las prostituyen. Sin negar la más que evidente diferencia histórica en la situación de las mujeres entre gobiernos de izquierdas y de derechas, sí me atrevo a afirmar que todas esas medidas a nuestro favor se han tomado (casi) sin nosotras. La cuota de participación justa para que nos sintamos escuchadas sin venirnos muy arriba, sin cuestionar quién manda de verdad, sabiéndose utilizadas para rascar votos por unos tíos que lo único que tienen de feministas es, por lo visto, que tienen madre y mucha, muchísima sensibilidad. 

Yo, sinceramente, me esperaba un #notallmen. Políticos de todos los colores corriendo a aclarar que ellos no, nunca, jamás de los jamases harían algo así. Que Íñigo era la oveja negra progre y que no representaba a nadie más del rebaño. Un tira y afloja para barrer para casa y conseguir que tantísimas mujeres agotadas de la política votemos al menos malo, sea quien sea. Sin embargo, aquí ha acontecido algo que, de alguna manera, tampoco me pilla de sorpresa: la homoafectividad. Ese cubrirnos las espaldas. Ese silencio cómplice. Ese miedo a abrir la boca porque puedo, perfectamente, ser el siguiente. Por supuesto, hay quién dice que Errejón no tendría que haber dimitido, porque no ha estado bien, claro, pero era una denuncia anónima y otros han hecho cosas peores, y esa, justo esa, es la realidad de todas las mujeres: el “yo sí te creo” puede esperar, porque lo que se haga sobre nosotras, contra nosotras, a costa de nosotras, no es más que un pequeño precio a pagar con tal de tener un jefe carismático que hable de feminismo, solidaridad, internacionalismo, y la salud mental y los cuidados que no se siente obligado a dar. 

Una dimisión forzada, una cabeza cortada, no es suficiente para desparasitar un sistema en el que los discursos solo maquillan lo esencial: la comodidad de un poder intocable que puede disfrazarse de cualquier cosa, incluido el feminismo, para mantenerse en pie. No es solo que Errejón, o cualquier otro líder, se hayan equivocado; es que esta dinámica es el reflejo de un sistema que sigue funcionando para ellos, por encima de cualquier supuesta autocrítica o cambio. 

Y sobre si en la calle es el Che y en la casa, Pinochet, eso mi abuela lo explicaba mejor: cambiado por mierda, se pierde el envase.

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Isis Carratalá

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