Se escucha el llanto de la chicharra,
y una colilla se cobra dos vidas, la del que se la ha fumado y la de cientos de árboles que asesina a su paso el fuego, la de miles de animales que se ahogan en su humo, la vida de esa montaña que abrazaba a los pueblos con sus montes, esos que se visten de luto negro tras el incendio.
Se escucha el llanto del semáforo que nunca cambia a verde y siempre viste de rojo sangre,
y un grupo de amigos sale a las fiestas del pueblo, o a un botellón ilegal y se cobran muchas vidas: las del joven que muere a golpes y patadas, al grito de «¡Maricón!», la del joven que conduce por carreteras que ve doble, como dobles son las vidas que quita al cruzar al carril contrario, y la luna se disfraza de navaja y cuchillo y se clava en las costillas y en la espalda de un joven que se apaga en una llamada de auxilio a su amigo.
La noche se pone y el miedo se despierta, de aquellas que vuelven solas a casa, de los rabillos de ojos que no distinguen de la sombra amiga o enemiga y que no se difumina hasta cruzar el portal de la puerta.
Se escucha el llanto del frigorífico que no llegó a cerrarse porque el novio, el marido, el cuñado, el ex novio, el ex marido, el ex cuñado decidieron que una vida valía menos que la suya, que una vida que no era de ellos les pertenecía. Porque decidieron no aprender, porque decidieron elevar el número de monstruos en el país, eligieron el crimen a la libertad ajena,
porque ellos no hombres,
porque ellos sí animales,
porque ellos sí machos,
porque ellos sí asesinos.
Se oye el llanto de la chicharra, se oye el llanto del semáforo que se viste de rojo sangre, se oye el llanto del frigorífico que no se llegó a cerrar, se oye el llanto del verano, el llanto del cielo y sus perseidas, el llanto de mis entrañas, porque aún se escucha, aún se ve, aún se vive el eco de una violencia del pasado que viene al presente y nunca se acaba.