En el debate sobre la violencia machista y la inmigración, una narrativa recurrente sugiere que la llegada de hombres provenientes de ciertos contextos culturales, sobre todo el islámico, representa un peligro para los derechos de las mujeres en Occidente. Este planteamiento, aunque toca un tema legítimo, suele apoyarse en simplificaciones que no solo perpetúan estereotipos racistas, sino que también distraen de las raíces profundas del problema: el patriarcado, una estructura global que adopta diversas formas en todas las culturas.
Denunciar estas simplificaciones no implica minimizar la violencia cometida por algunos hombres migrantes ni justificar sus actos. Más bien, se trata de abordar la violencia machista desde un enfoque universal, sin dobles raseros, para enfrentarla de manera efectiva y equitativa en todas sus manifestaciones.
La violencia patriarcal: un problema global
La violencia machista no pertenece a una cultura, religión o región específica. Es la expresión de un sistema de opresión que atraviesa todas las sociedades. Sin embargo, en los discursos públicos, se observa un doble rasero: mientras que la violencia ejercida por hombres migrantes a menudo se vincula con su “cultura de origen-religión”, la cometida por hombres occidentales suele tratarse como un problema individual, desvinculado de factores estructurales o culturales.
Por ejemplo, el reciente escándalo en Alemania, donde miles de hombres compartían en un grupo de Telegram contenido sobre cómo sedar y violar mujeres, no fue presentado como un síntoma de un “patriarcado occidental”. Lo mismo ocurrió con el caso de Dominique Pelicot: que nadie la vinculó a un origen cultural.
En cambio, cuando los agresores provienen de contextos islámicos, sus actos tienden a ser explicados como consecuencia de su identidad religioso-cultural. Este enfoque, además de injusto, invisibiliza las raíces universales de la violencia machista: el poder, la desigualdad y la normalización de la opresión de las mujeres, presentes en todas las sociedades.
Visibilizar todas las violencias
Se debe ser contundente en denunciar cualquier tipo de violencia machista, venga de donde venga. Es innegable que hay casos documentados de agresiones sexuales y violencia de género cometidos por hombres migrantes, incluidas comunidades islámicas, y estos deben ser tratados con la máxima firmeza. Sin embargo, centrar el debate únicamente en estos casos y omitir otras formas de violencia sistemática no solo refuerza prejuicios, sino que distorsiona la magnitud del problema.
Un ejemplo de esta distorsión es el turismo sexual practicado por hombres occidentales en países en vías de desarrollo, donde explotan mujeres y niñas, provechándose de su vulnerabilidad económica y la falta de recursos legales para defenderse. A pesar de ser una práctica bien documentada, rara vez se analiza como una manifestación del patriarcado occidental. Este tipo de violencia se trata como un problema individual, sin un análisis cultural o estructural que lo enmarque.
Reconocer todas las violencias no significa equipararlas ni justificar ninguna de ellas, sino evitar caer en un enfoque selectivo que perpetúe desigualdades y fomente la
discriminación.
El peligro de las generalizaciones
La idea de que la inmigración de hombres musulmanes constituye una amenaza específica para los derechos de las mujeres es una generalización que ignora la diversidad de realidades entre los migrantes. Los países de mayoría musulmana abarcan una variedad de culturas, políticas y contextos sociales profundamente diferentes. Tratar a este colectivo como un grupo homogéneo no sólo es erróneo, sino que dificulta la construcción de políticas justas y efectivas.
Además, este tipo de argumentos tienden a respaldar políticas discriminatorias que criminalizan a ciertos colectivos, mientras desvían la atención de las estructuras de poder que realmente perpetúan la violencia. ¿Acaso las mujeres de las regiones de origen de estos migrantes no tienen derecho a la misma indignación y protección que las mujeres occidentales? Este tipo de lanteamientos no sólo son injustos, sino que contradicen un enfoque universal de los derechos humanos.
Si queremos erradicar la violencia machista, debemos abandonar narrativas simplistas que vinculan la violencia exclusivamente con ciertos colectivos. La solución no está en estigmatizar a grupos de migrantes, sino en fortalecer los sistemas de justicia, educación y protección social para garantizar que cualquier agresor, independientemente de su origen,
enfrente las consecuencias legales de sus actos.