La capacidad para el silencio

A lo largo de mi vida he escuchado la idea de que los hombres no saben hablar de sus emociones tantas veces que ya ha perdido su forma original. Muta en mensajes distintos, como que, por ejemplo, las mujeres tenemos ese superpoder: “la inteligencia emocional”. Es un dicho tradicional que nos hace ignorar ciertas evidencias. Por supuesto, quienes pagan el precio de esa ignorancia somos nosotras.

El peso del precio a pagar se ha vuelto obvio para mí en las últimas semanas. Mis amigas más cercanas me han contado sus problemas de pareja a causa de esa presunta incapacidad emocional de los hombres que tantas veces se traduce, simplemente, en silencio. Todas ellas con el estrés por las nubes, preguntándose cuánto deben esperar o qué deben hacer para lograr que su pareja hable, para solucionar el conflicto. Todas ellas barajando la posibilidad de ceder para que todo vuelva al equilibrio.

Si echo la vista atrás y observo las relaciones con hombres que he presenciado, me doy cuenta de que la estrategia del silencio no es un caso aislado. Lo llamo estrategia porque hay demasiadas casualidades en cómo ellos utilizan esta técnica para considerarlas como tal: el silencio se instaura en las discusiones en las que ellos tienen algo que perder y se rompe de manera efectiva cuando ellos deciden resolver el conflicto. Suelen ser ellas las que acaban reculando con un sabor amargo en la boca, con diferentes excusas que no convencen a nadie: porque a mí me cuesta menos, porque él no se da cuenta…

La idea de que los hombres no saben identificar sus emociones es una falacia. Saben identificar cuando algo les está haciendo sentir mal: la tristeza, la decepción, la frustración. Pero su salida emocional no es el autoanálisis y la comunicación, sino el silencio, la rabia e incluso la violencia. Estas salidas no son las mejores para vivir en una sociedad harmoniosa, pero sí son útiles para coaccionar, especialmente a las mujeres. El silencio les viene de perlas incluso a aquellos hombres que no quieren ceder sus privilegios pero sí fingir que son “de los buenos”. Este dicho, pues, no es más que la tapadera perfecta para disfrazar de ignorancia sus estrategias de manipulación.

El pastel se destapa cuando, a raíz de presenciar esto una y otra vez, te das cuenta de que el silencio se instaura y se rompe en momentos muy concretos. Por ejemplo, él decide volver sacar el tema cuando ella está más sensible, o cuando se ha dado por vencida y piensa que el tema nunca se zanjará. Cuando piensa que quizá se ha pasado y no era para tanto. Tú, que conoces a tu amiga igual que su pareja, sabes cómo está antes de que te lo cuente porque se lo ves en la cara. ¿Seguro que él no lo sabe también?

Muchos hombres se empeñan en decir que no entienden a las mujeres. Sin embargo, aunque no quieran admitirlo, son conscientes de nuestro estado emocional y de la socialización de género que nos frena. Saben que dar pena es una herramienta eficaz para salirse con la suya, que a muchas mujeres nos genera culpa y ansiedad poner límites y que la culpa nos ata a situaciones que nos perjudican. Saben que tenemos miedo a estar solas porque nos lo graban a fuego desde niñas: nuestro logro más importante es nuestra familia, y si no la tenemos somos, independientemente de todo lo demás, un fracaso. Por ende, tenemos pavor al abandono. Y ellos saben que tener un punto de tensión en la pareja hará que ese miedo penda sobre nuestras cabezas hasta que, temerosas de que nos dejen, cedamos cuando vuelva a salir el tema.

Muchas veces ni siquiera hace falta que lleguemos al extremo de imaginarnos solteras. Su malestar ya es suficiente para que nosotras nos sintamos mal: educadas en la conciliación y los cuidados, una disputa abierta es una señal de que no estamos haciendo bien nuestro trabajo, de que estamos causándole sufrimiento a una persona que es muy importante para nosotras. Sin embargo, ellos están educados para conseguir lo que quieren, especialmente si la que va a pagar el pato de que ellos se salgan con la suya es una mujer. Nosotras no logramos desconectar de su (presunto) sufrimiento, pero ellos del nuestro sí, porque tienen un objetivo mayor que la armonía en la pareja: su propia comodidad. Pueden desvincularse de nosotras cuando interesa para lograr ganar; aguantar hasta que romper el silencio les beneficie. Y si han calculado mal, siempre pueden volver a callarse y probar de nuevo.

Las consecuencias del silencio son evidentes, pero nos cuesta verlas: el desgaste al que nos somete acaba por convencernos de que es mejor muchas veces callarse, ceder, no sacar el tema. Porque no siempre podemos aguantar la oleada de culpa, estrés y miedo que provoca. Y entonces ellos pueden seguir tranquilos como estaban sin tener que levantar siquiera un dedo. No hay gritos, ni amenazas ni moratones. A veces llega un punto en el que ni siquiera hay discordancia en la pareja. Qué bonito, qué ideal.El desgaste del silencio en la pareja facilita el atropello en el entorno público. Hace que las mujeres salgan a la palestra ya agotadas, mucho menos dispuestas a defenderse. Refuerza la idea que muchas ya tenemos de que pedimos demasiado, de que somos demasiado. Así que nos callamos y nos hacemos más pequeñas en casa, y fuera de ella. Es otro ejemplo más de por qué deberíamos llevar tatuada la frase “lo personal es político”. Pero el silencio se rompe muy fácilmente. Una vez se señala pierde gran parte de su poder porque ya no estás sola. Quizá ahora que has leído este artículo puedas sentarte tranquila a esperar a que tu pareja vuelva a sacar el tema que no quiso resolver. Quizá ahora, en la segunda o décima vez que habléis sobre lo mismo te hayas puesto una coraza contra la culpa y el miedo. Quizá la próxima vez tenga que recular él.

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