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Maternidad y el segundo cuerpo. Parte 2

 El segundo cuerpo y la ignorancia estructural

Como ya venía anunciando en la primera parte, desde la perspectiva de alguien que nunca ha querido ser madre no puedo evitar pensar que existe una relación directa entre el discurso hegemónico sobre la maternidad que se nos introduce gota a gota a las mujeres y una falta de conciencia brutal sobre el funcionamiento de nuestro cuerpo. Esta ignorancia implica, no solo que desconocemos nuestras propias enfermedades (como la endometriosis o el SOP entre otras), sino también procesos biológicos como el puerperio, que son inevitables en la maternidad y que se tienen poco en mente o incluso se desconocen cuando se empieza a pensar en un embarazo. Para la ciencia, el cuerpo de la mujer sigue siendo un enigma que se manifiesta tanto en el mundo deportivo —que ha llegado a normalizar la amenorrea hipotalámica en deportistas—, como en la consulta de cualquier médico de cabecera que sigue recetando la píldora como la solución mágica a cualquier irregularidad femenina. Tanto es el desconocimiento que ni siquiera tenemos apenas datos sobre cuán conscientes somos de nuestra fertilidad (García, 2017) y por tanto tampoco demasiados de cómo esta afecta directamente a la salud. En consecuencia, en la gran mayoría de los casos, los problemas de infertilidad aparecen en la propia búsqueda del embarazo, lo que implica que cada vez haya un descubrimiento más tardío (con el agravante que esto implica) que coincide con el retraso general de la maternidad propio de nuestras sociedades. Pero además de todo, a esto ha de sumarse la presión psicológica que supone que, con todo lo anterior, cada vez se recurra más habitualmente a la reproducción asistida como solución desesperada (Gómez & Navarro, 2017), sorteando así la propia reflexión sobre este tipo de métodos, que siempre son infinitamente más dañinos e invasivos para las mujeres. Así, la glorificación de este deseo, lo convierte en necesidad, y esta necesidad en otro negocio a costa de las mujeres. 

Llegados a este punto creo que podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que la salud reproductiva de la mujeres se obvia por completo hasta que llega el momento de que produzcan futuros trabajadores, pero sin embargo, son estas mismas mujeres las que reciben el peso de la culpa ante la imposibilidad de lograr un embarazo espontáneo. Tanto la sociedad como las propias mujeres han internalizado la reproducción como algo propio y exclusivo que forma parte de ellas mismas y que constituye un elemento fundamental de la identidad femenina (Rujas et.al., 2021). No lograr un embarazo es motivo de vergüenza y culpa, lo que hace que se vuelva un tema opaco, por lo que no es de extrañar que esto influya en que tampoco haya sido un tema realmente interesante para la ciencia. Sin ir más lejos, la propia anatomía del clítoris no estuvo completa hasta 1998 gracias a Helen O’Connell (O’Connell et.al., 1998). Actualmente la imagen que nos encontramos si buscamos el aparato reproductor femenino es un dibujo de un útero diseccionado, es decir, una imagen que difiere bastante de cómo este se encuentra replegado dentro del propio cuerpo. Así, este desconocimiento nos arrebata la capacidad de tratar de palpar nuestros propios órganos abdominales, y con ello, la capacidad de interpretar nuestras propias ecografías.

Cabría preguntarse entonces ¿qué se nos permite saber de nuestro cuerpo hasta que llega el momento del embarazo? Pues bien, prácticamente nada. Todas conocemos de cerca algún caso en el que una compañera acabó tomando hormonas sintéticas (píldora) a una edad sumamente temprana debido a que sus primeras reglas eran completamente irregulares. Sin embargo, ¿alguna de ellas recibió algún diagnóstico real del problema en algún momento entre la adolescencia y la edad adulta? Incluso las charlas en torno al sexo que la mayoría de nosotras recibimos en la adolescencia se centran en una anticoncepción muy concreta, pero poco o nada en abrir al público adolescente a una sexualidad consciente. Algo que, por mucho que le cueste reconocer al mundo que nos rodea, pasa si o si por hablar de las diferencias y especificidades del cuerpo de la mujer. 

Hablar de una sexualidad integral implica hablar de los procesos y ciclos femeninos a la población general, ya que solo a través del reconocimiento podemos asegurar un mayor respeto hacia la integridad y dignidad de las mujeres. No obstante, el desconocimiento afecta a muchos niveles. Solo en torno a la cuestión de la píldora surgen muchas otras, ¿por qué nos preocupan más las hormonas que ingerimos por los alimentos, que aquellas que damos intencionada e indiscriminadamente a mujeres en desarrollo? ¿Qué intereses hay detrás de suprimir la fertilidad de las mujeres en vez de enseñarles sobre ella? ¿Ganamos algo acaso haciendo que procesos naturales como la menstruación sean una problemática solo para la mitad de la población mundial cuando afectan a nivel global? No es aceptable para una sociedad (aspirante a) igualitaria que el mercado esté seccionado radicalmente por el género. Si ya nos hemos dado cuenta de que es inaceptable que los juguetes estén pensados para marcar el rol de vida de alguien, debería ser igualmente inaceptable este sesgo en cuestiones de salud. 

Cosas como que los productos menstruales ni siquiera se hayan probado con sangre auténtica hasta hace prácticamente nada (DeLoughery et.al., 2024), o que casi cien años después de la invención del tampón descubramos que nos exponen a metales tóxicos y arsénico (Shearston et.al., 2024) son muestras de un desinterés hacia las mujeres que es endémico de nuestra cultura. A nadie le parece que “sepamos mucho de los hombres”, pero lo cierto es que desde los móviles hasta las vacunas –como pudimos comprobar en la pandemia– están diseñados por y para ellos. Esto implica que por lo menos la ciencia tiene bastante claro para quién trabaja, y en tanto que la ciencia no es sino un producto de la sociedad que le da vida, debemos de tener en cuenta la huella androcéntrica que arrastramos. Lo cierto es que es bastante sutil. Apenas podría notarse que nuestros cuerpos son tan distintos con lo que nos cuentan en la educación básica. Un par de dibujos sobre la diferencia genital en los libros de biología parece suficiente. Ahora bien, la diferencia se ensancha cada vez más cuando la adolescencia aparece y de repente no son solo órganos diferentes, sino que funcionan distinto, afectan distinto y acaban seccionándonos en dos grandes grupos cuyos intereses se vuelven cada vez menos permeables. Ni siquiera estamos hablando de los inconvenientes sociales del género, si no de que ni siquiera nos han permitido saber cómo funciona nuestro organismo. Si echamos un ojo al mundo deportivo, los primeros estudios que comprueban que las mujeres tienen casi el mismo desarrollo muscular relativo que los hombres datan de principios de siglo (Hubal et. al., 2005) y a día de hoy prosigue tanto el mito como los estudios que lo desmienten (Barbalho et. al., 2021). Y solo en esto podemos hacer notar que incluso los avances ocurren por contraste más que por interés legítimo, pues todas habremos oído hablar de la diferencia muscular entre hombres y mujeres, pero posiblemente nunca hayamos escuchado nada acerca de la triada de la atleta (Loucks, 2014), por poner un ejemplo. 

Cada vez sabemos más, pero el problema es que no existe una integración del conocimiento en torno a la mujer que sí existe en el caso de los hombres. De ahí que nadie se pregunte acerca de qué es o deja de ser un hombre, porque todo el mundo sabe que el hombre es la medida de todas las cosas. La mujer, en tanto que lo otro, no es nada en sí misma, por eso la imagen que tenemos siempre es parcial. Cuando en los albores del feminismo de nuestra época se popularizó esta noción radical de que las mujeres son personas, lo que se pretendía precisamente era la construcción de una subjetividad femenina, es decir, una imagen integral de la mujer que, a su vez, impidiera seguir considerándola un medio. Nuevamente, esto no es una cuestión de género, es que no reconocer sistemáticamente a la mitad de la población mundial tiene repercusiones globales; no solo tenemos una ciencia de su cuerpo, sino que es su historia, son sus batallas y al final es su mundo. La posición que tomamos de partida tenía una finalidad muy clara: mostrar cómo la construcción del binomio mujer-madre afectaba directamente a una comprensión íntegra del cuerpo de la mujer. No obstante, llegados a este punto vemos que fuera de este binomio en realidad todavía no existe una imagen de la mujer que no esté en relación con el hombre. 

No tenemos individualidad y no se nos atiende como individuas autónomas. Seguimos siendo la madre de alguien o la hija de alguien porque no somos mujeres, sino no-hombres. Así pues, podemos observar con una cierta desilusión como, pese a que se presupone que todo el mundo conoce lo que el feminismo es, también parece que se asume que su función es principalmente teórica. A veces parece que no se entiende muy bien cuál es su función o cómo interactúa con el mundo de la vida, y es precisamente aquí donde me gustaría poner el punto. El feminismo no acabará su batalla hasta que dejemos de ser los restos del ser humano, pero para eso, a mi modo de ver, primero tenemos que empezar por conocer las especificidades de la mujer como algo que concierne a toda la humanidad. Algo que, pese a ser una idea que nace del feminismo, sigue siendo fundamental en la comprensión de la humanidad como grupo y su lugar en el mundo.

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Nerea Pin Portela

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