Safo en primera persona

Grecia antigua, finales del siglo VII a. C., época de transición política en la mayoría de las polis 1, de la aristocracia a la tiranía. Durante los dos siglos anteriores  el sistema de gobierno había sido la aristocracia y las polis eran gobernadas por los “aristoi”, es decir, por “los mejores”, los que poseían las tierras, los caballos, los esclavos, en resumen, la riqueza, lo que les permitía ir mejor vestidos y arreglados, hablar mejor en público… con lo que el pueblo pensaba que habían sido elegidos por los dioses para gobernarlos. Durante estos dos siglos las polis griegas colonizaron gran parte del litoral mediterráneo, llegando hasta las costas de la Península Ibérica, naciendo y floreciendo el comercio, lo que propició una nueva clase social, los comerciantes, que se enriquecían con el tránsito de mercancías y con el trabajo ajeno, puesto que ellos no “fabricaban” nada, sino que hacían dinero vendiendo el trabajo de los demás (algo mal visto por aquellos griegos), y esta nueva clase empezó a cuestionarse que aquellos “aristoi” hubieran sido elegidos por los dioses para el gobierno de las polis. Apoyándose en revueltas armadas, se hicieron con el poder en numerosas polis, convirtiéndose en tiranos. Se mantuvieron en el poder con sus armas pero, en la mayoría de los casos, dieron leyes favorables para el pueblo (lo que diferencia este término de la actualidad) y fueron el germen del siguiente sistema de gobierno que nació en el siglo V a, C., la democracia.

En este época, finales de siglo VII a. C., nací yo en una isla del mar Egeo, Lesbos, en una población llamada Ereso, cercana a Mitilene, polis principal de la isla y famosa por su vino, comercio y terremotos. Pronto mi familia se trasladó a Mitilene. Allí coincidí con otro poeta lírico famoso, Alceo 2, que criticaba en sus poemas a los gobernantes que juzgaba malos. Mitiline estaba gobernada por el tirano Pitaco, que llevó a esta polis a un gran esplendor cultural. Pitaco desterró a Alceo a causa de sus poemas, e igual me ocurrió a mí, no se sabe bien la razón: motivos morales, pues, como mi familia pertenecía a los “aristoi”, debí hacer gastos que al tirano, como era muy austero, no agradaron, o bien por motivos políticos, pero esto es poco creíble. Fui desterrada dos veces, la segunda lejos de Grecia, a Sicilia; allí me casé con un rico industrial con el que tuve a mi hija, Cleis, de la que se ha podido conservar poco de lo que escribí:

Tengo una preciosa niña, que a las flores de oro
puede compararse su belleza, mi muy amada Cleis.
No la daría yo ni por toda Lidia 3 ni por la deseable… (fragmento4 152 D)

Enviudé y, con mi fortuna heredada, regresé a Mitilene (Pitaco ya había fallecido) y me dediqué a escribir mi poesía de amor sáfico, donde se unen la pasión y el sentimiento femenino con un aspecto ritual de los círculos de muchachas, puede que consagradas a Afrodita, de los que había bastantes en la polis. En este círculo escribíamos, tocábamos instrumentos y danzábamos (no olvidemos el término lírica procede de la lira con cuyo acompañamiento recitábamos nuestras composiciones). En mis poemas hablo del amor y la pasión, del desengaño, pero también de la moda para las jóvenes, epitalamios (poemas para los novios en su boda), hablo de mi propio mundo, de cómo algunas jóvenes de mi círculo despiertan el anhelo en mi corazón, me torturan y me hacen dichosa. Un ejemplo es el dedicado a Attis:

Me enamoré de ti, Attis, hace tiempo. Entonces…
me parecías una muchacha pequeña y sin gracia… (fragmento 40, 41 D)
O la tristeza cuando alguna de ellas abandonaba el círculo:
De veras, estar muerta querría.
Ella me dejaba y entre muchos sollozos
así me decía:

“¡Ay, qué penas terribles pasamos, 
ay Safo, que a mi pesar te abandono!”
Y yo le respondía:

“Alegre vete, y acuérdate
de mí. Ya sabes cómo te quería. 
Y si no, quiero yo recordarte…
cuántas cosas hermosas juntas gozamos.
Porque muchas coronas 
de violetas y rosas y flores de azafrán
estando conmigo pusiste en tu cabeza,
y muchas guirnaldas entretejidas,
hechas de flores variadas,
alrededor de tu cuello suave.
Y ungías toda tu piel…
con un aceite perfumado de mirra
y digno de un rey
y sobre mullido cobertor
junto a la suave…
suscitaste el deseo…
Y no había baile ninguno
ni ceremonia sagrada,
donde no estuviéramos nosotras,
ni bosquecillo sacro…
…el repicar…
…los cantos… (fragmento 96 D)

En la Plegaria a Afrodita, único conservado completo, pido a la diosa que me auxilie en mi sufrimiento por el deseo insatisfecho, y veis como la diosa desciende a la oscura tierra en un carro tirado por pájaros y se pliega a mis deseos:

Inmortal Afrodita, la de trono pintado,
hija de Zeus, tejedora de engaños, te lo ruego:
no a mí, no me sometas a penas ni angustias
el ánimo, diosa.
Pero acude acá, si alguna vez en otro tiempo,
al escuchar de lejos de mi voz la llamada,
la has atendido y, dejando la áurea morada
paterna, viniste,
tras aprestar tu carro. Te conducían lindos
tus veloces gorriones sobre la tierra oscura.
Batiendo en raudo ritmo sus alas desde el cielo
cruzaron el éter,
y al instante llegaron. Y tú, oh feliz diosa,
mostrando tu sonrisa en el rostro inmortal,
me preguntabas qué de nuevo sufría y a qué
de nuevo te invocaba,
y qué con tanto empeño conseguir deseaba
en mi alocado corazón. “¿A quién, esta vez
voy a atraer, oh querida, a tu amor? ¿Quién ahora,
ay Safo, te agravia?
Pues si ahora te huye, pronto va a perseguirte;
si regalos no aceptaba, ahora va a darlos,
y si no te quería, en seguida va a amarte,
aunque ella resista.”
Acúdeme también ahora, y líbrame ya
de mis terribles congojas, cúmpleme que logre
cuanto mi ánimo ansía, y sé en esta guerra
tú misma mi aliada. (fragmento 1D)

En De lo sublime, no conservado entero, una mirada mía sobre el rostro amado, que está contemplado a un hombre que parece un dios, trastorna mi corazón y toda mi pasión. Este poema bien pudiera ser un epitalamio, pues una boda era la situación ideal para que una mujer estuviera frente a un hombre, pero no está claro.

Me parece que es igual a los dioses
el hombre que frente a ti se sienta,
y a tu lado absorto escucha mientras
dulcemente hablas
y encantadora sonríes. Lo que a mí
el corazón en el pecho me arrebata;
apenas te miro y entonces no puedo
decir ya palabra.
Al punto se me espesa la lengua
y de pronto un sutil fuego me corre
bajo la piel, por mis ojos nada veo,
los oídos me zumban,
me invade un sudor frío y toda entera
me estremezco, más que la hierba pálida
estoy, y apenas distante de la muerte
me siento, infeliz. (fragmento 2D)

El rechazo moralista a mi forma de vida empezó en la misma Atenas, pues no se entendía que unas mujeres pudieran ser libres y amar con pasión desbordada a quien fuera. En la Atenas del siglo V a. C., la Atenas de la edad clásica de la cultura griega, no se comprendía ni se aceptaba que la mujer pudiera tener una vida libre, no encerrada en el gineceo 5 y sin que nadie hablara de ella, sometida a su vida de esposa y madre. En siglos posteriores ha ocurrido lo mismo y algunos historiadores o estudiosos nos han llamado “hetairas” 6 porque aún sigue sin comprenderse y aceptar que la mujer es igual de libre que los hombres.

Mi muerte no tuvo ningún misterio ni tragedia, morí ya anciana aunque una versión mitológica cuenta que me arrojé de una peña por haber sido rechazada por un hombre que iba detrás de todas, pero es una fábula o mentira. Al igual que ocurre con mi nacimiento, tampoco se sabe la fecha de mi muerte,, solo queda lo que yo escribí sobre ella:

Un cierto anhelo de morir me domina
y de ver las riberas del Aqueronte 7
florecidas de loto… (fragmento 97 D)

En la Antigüedad me llamaron “la décima Musa” 8, expresión atribuida a Platón, pero hace más de novecientos años la Iglesia Católica condenó a la hoguera mi obra, reunida en nueve volúmenes. Por casualidad, a finales del siglo XIX, dos arqueólogos ingleses descubrieron los llamadas papiros de Oxicorrinco (Egipto), algunos sarcófagos envueltos en tiras de pergamino, de las cuales algunas eran aún legibles y conservaban seiscientos versos míos, incluso uno que describía mi aspecto físico: los dioses no me concedieron ser alta y de tez blanca, pero el pelo y los ojos muy negros.

Sin duda, Safo está entre los más grandes poetas líricos y, probablemente, sea la mejor del siglo VI a, C. como la consideraron sus contemporáneos e incluso sus rivales.

Bibiliografía:

  • Asimov, Isaac. Los griegos. Alianza Editorial, 1984.
  • García Gual, Carlos. Antología de la poesía lírica griega, siglos VII-IV a. C. Alianza Editorial 1986.
  • Grecia, Historia Universal Daimon 1972
  • Lesky, Albin. Historia de la literatura griega. Gredos 1976.
  • Montanelli, Indro. Historia de los griegos. Plaza y Janés 1961.
  • Safo. Editorial Mondadori 1998.

NATIVIDAD ESCUDERO

Profesora de cultura clásica

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