Superación García

Permitidme que me presente, me llamo Superación García, aunque me conoceréis como Cenicienta. Ese es el nombre que otros me pusieron, ya sabéis, por aquello de llevar la ropa sucia de ceniza. Pero ya es suficiente de nombrarse con el insulto de otros. Mis padres, al nacer, me pusieron uno de esos nombres horribles que ponen a las mujeres para que quede claro su destino, del tipo Dolores, Inmaculada, Socorro, Angustias… Por eso mi nombre, el que yo he elegido para mi, es uno que me representa y que derriba muros a otras.

Muchas veces se ha escrito mi historia, es cierto, pero nunca antes la habéis escuchado narrada por mi y ya veréis cómo cambia el cuento.

Todos conocéis el maltrato al que me sometía mi madrastra, el Hada Madrina que me vistió de brillantina para deslumbrar a un príncipe, el cual me eligió entre un surtido catálogo de jóvenes casaderas sin conocerme en absoluto.

Lo cierto es que yo tampoco le conocía y ni siquiera le pude elegir entre otros pretendientes. Lo único a lo que podía aspirar era a que me salvara.

Durante un breve periodo me sentí salvada. Se acabó la escasez y la invisibilidad. Tenía de todo y era exhibida junto a él como ejemplo y medida de su éxito. Confieso que yo me sentía orgullosa de cumplir esta función, había aprendido que este era mi cometido y fuente única de realización personal. Miento, dos fuentes, esa y la maternidad abnegada.

Junto con el embarazo, el parto y puerperio, pude experimentar también el verdadero carácter del príncipe azul. Aunque para mí fue una total sorpresa, en realidad una cabeza bien amueblada hubiera podido prever qué tipo se escondía tras la capa cian. Caprichoso, egoísta, incapaz de dar amor y consuelo o de asumir responsabilidades prácticas ni afectivas; un niño grande. Como un cameo venido de otro cuento, este Peter Pan se mostraba celoso y apartado por el bebé, no soportaba su presencia ni estaba dispuesto a satisfacer sus necesidades de amor, atención, nutrición o higiene.

No actué. ¿Qué iba a hacer? ¿A dónde podía ir? Sin familia, sin amigos, sin ningún tipo de red de seguridad.

Me dediqué a mi criatura y a sus necesidades, las cuales consumían mi energía casi por completo. Mi imagen y mi disponibilidad se vieron afectadas negativamente y poco a poco el príncipe comenzó a expresar su disconformidad, en público, de modo agresivo y ridiculizándome.

Los años sometida a todo tipo de violencia y abuso emocional, desde luz de gas a menospreciar mi opinión por no ser más que “una fregona”, erosionaron mi autoestima hasta convertirla en polvo y hueso. El reloj ahora si que daba la media noche y se desvanecía el espejismo de la magia.

No actué tampoco entonces. No voy a justificarme, pero voy a describir el paisaje en el que me encontraba para que se pueda entender que, en ausencia total de horizonte y sin percepción de autovalor o capacidad de llevar las riendas de la propia vida, mi situación era una prisión invisible, pero una prisión totalmente real, de la cual no podía salir pues no tenía a dónde ir.

Por suerte, él me abandonó. Y digo por suerte ahora, porque en aquel momento, repudiada, desahuciada y en la calle, no dejaba de preguntarme porqué a mí y qué había hecho yo para merecer aquello.

Una asociación de mujeres me acogió en una vivienda tutelada. Nos metimos mi hija y yo en una habitación humildemente amueblada con una cama, un armario y una silla. Lloré y lloré mi desgracia, hundida en la desesperación. ¿De qué viviría? ¿Cómo alimentaría a mi hija?

La psicóloga de la asociación comenzó a asistirme y, como si me sacaran del fondo de un pozo, salí a la superficie a respirar. Tuve que aprender a ver las leyes invisibles que rigen las vidas de las mujeres y labran nuestras cadenas; la ley del agrado: por la cual me sentía obligada a ser hermosa y modular mi carácter y mis reacciones a las expectativas de los hombres, debía agradar. El mito de la libre elección: por el cual estaba convencida de que mi sometimiento físico y emocional eran decisión propia. La misoginia interiorizada que nos hace creer que el peor enemigo de una mujer es otra mujer, cuando los grandes daños a las mujeres son siempre infligidos por hombres. Accedía, pues, a un nuevo lenguaje con nuevas herramientas para interpretar el mundo que me rodeaba y moverme en él, como la sororidad. Hace falta hablar más y mejor de la sororidad. No se trata de que todas las mujeres son buenas o que hay que perdonarnos todo. En esta historia que vivimos de abrumadora desventaja y en la que cuento tras cuento nos han enseñado a odiarnos y competir, las mujeres tenemos que crear un pacto de honor de colaboración, respeto, no agresión y preferencia. La sororidad es ese pacto. La sororidad está en construcción porque su estructura está hecha de las piedras volteadas de nuestra propia misoginia. Si, las mujeres somos, al igual que el conjunto de la sociedad, en esta y en todas las culturas del planeta, misóginas. Hemos aprendido e interiorizado con gran eficiencia los valores de nuestro entorno.

Mi madrastra se sentía insuficiente y me odiaba por el amor que mi padre me dedicaba a mi. Ella también se ha educado en este mundo en el que las mujeres ansían la atención masculina y se la disputan entre otras mujeres como si fuera un currusco de pan que se lanza a perros hambrientos. La contacté, hablamos, llegamos a unos puntos en común y, poco a poco, estamos construyendo otra relación. Ella vendió la granja y compró dos pisos viejos en la ciudad, que arregló para alquilar las habitaciones. Un día me llamó y me dijo que me iba a mandar un dinero que había estado guardando para poder ayudarme y que era mío para lo que quisiera.

¡Qué inesperado! De pronto me di cuenta de que las que realmente me habían salvado eran todas mujeres; la asociación, la psicóloga y ahora mi “malvada madrastra”.

Por entonces yo me ganaba la vida limpiando portales, que era para lo que me habían dicho que valía. Pero con la confianza que depositó en mí, Patricia, mi madrastra, en forma de aquel dinero inesperado, nació un nuevo poder. Monté una empresa de limpieza urbana e industrial que actualmente da trabajo a 50 mujeres y estamos en plena expansión proporcionando servicios de implantación de sistemas de calidad.

A veces pienso que la noche de la fiesta yo debería haber aprovechado para hablar con las otras invitadas, tejer lazos y amistad en vez de mariposear con aquél niñato. Hubiera hablado con mujeres empresarias y científicas, cuidadoras, bomberas, médicas y abogadas y ver a través de sus ojos me hubiese ayudado a amueblar esa cabecita mía, llena de roles sexistas y expectativas patriarcales. Pero la realidad es la que es y estamos donde estamos y desde aquí lo único que nos va a ayudar es formarnos, unirnos a otras mujeres y practicar la sororidad.

Gaudia Quiro

Gaudia Quiro

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