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Tolerancia Forzada

Cómo la normalización del dolor menstrual perpetúa la medicalización

El dolor es definido por la Asociación Internacional para el Estudio del Dolor como una experiencia sensitiva y emocional desagradable, asociada a una lesión tisular real o potencial y su tratamiento como un derecho humano”. Los datos actuales de la Sociedad española de ginecología y obstetricia (SEGO) señalan que entre un 25% y un 50 % de las mujeres tienen dolor a lo largo del ciclo.

La normalidad en medicina se definió como ausencia de lo patológico. Los trastornos relacionados con el ciclo menstrual se han tratado de invisibilizar con la idea de que son “naturales“ y no tienen “tratamiento”, por lo que se ha preferido no verlos a tratar de investigar la verdad de lo que está pasando en ese organismo. Si lo frecuente no tiene por qué ser lo natural ni lo normal ¿Cómo es posible que en los tratados de medicina se considere normal el dolor menstrual sin ni una sola referencia bibliográfica ni evidencia al respecto que lo avalen? ¿Cómo se puede establecer un parámetro de normalidad acerca de un proceso del cual se desconoce en gran parte cómo es esa “normalidad”?

Pero entonces, ¿de dónde viene esta visión de que el dolor menstrual es normal? No sabemos muy bien cómo percibían su cuerpo las mujeres en la antigüedad. Pero podemos hacernos una idea con las esculturas del neolítico, donde el cuerpo de las mujeres tenía dos representaciones muy claras: los caracteres sexuales secundarios, las mamas y la vulva, y la expresión del embarazo.

Siglos después de esto y sin comprender muy bien por qué tenían la menstruación o por qué su cuerpo estaba unido a la reproducción, algunas mujeres sabias estudiaron el arte de las plantas medicinales y cómo podían influir en sus cuerpos. Seguramente estas mujeres empezaron a entender sus etapas y procesos, desde la menstruación, al embarazo, parto, lactancia y menopausia y crearon los primeros registros y prácticas respecto a las etapas de la sexualidad de la mujer.

Que las mujeres tuvieran estos conocimientos y estatus sociales en la época (antes del inicio de la caza de brujas en el siglo XV) planteaba un desafío a la estructura de poder, y fue cuando la iglesia y las instituciones académicas (sobre todo médicos) torturaron y asesinaron a miles de mujeres y con ellas desapareció gran parte del conocimiento que había hasta el momento sobre la sexualidad femenina. No querían competencia, ni que las mujeres albergaran ningún tipo de conocimiento, pues eso habría supuesto cedernos un poder que no nos correspondía como mujeres.

Con todo esto, huérfanas de información, las mujeres del siglo XIX experimentaron el alejamiento de sus cuerpos y de sus vivencias. La “medicina oficial”, absolutamente androcéntrica, no entendió ni sus síntomas ni sus malestares. La menstruación continuó siendo un tabú, algo que se escondía incluso entre las propias mujeres, algo por lo que se las apartaba de la vida doméstica con la excusa de que era sucia, traían el mal, estropeaban los cultivos o enfermaban al ganado.

En el siglo XX se establecieron las bases del método científico y los grupos de investigación médica, que se articularon de la mano de la industria farmacéutica, desarrollaron así el modelo médico medicalizador que conocemos hoy y cuyas prácticas, en lo relativo a la medicalización de las mujeres y sus etapas vitales, están ausentes de ética, son sexistas, clasistas y racistas.

No fue hasta 1987 que se ordenó la inclusión de mujeres en los estudios clínicos. Hasta entonces toda la investigación médica se había hecho con hombres y los resultados se extrapolaban a la fisiología de las mujeres. Este hecho condujo a muchos problemas de salud para nosotras puesto que enfermamos diferente, presentamos síntomas distintos para las mismas patologías, metabolizamos de manera distinta los fármacos, etc.

Fueros los movimientos populares sociales (formados mayoritariamente por mujeres del movimiento feminista y el movimiento obrero) que se iniciaron en 1840 (Popular health movement) los que empezaron a denunciar este tipo de medicina y a los que siguieron muchos otros sobre todo del sector feminista, incluso hasta el día de hoy.

Parce que todo esto queda muy lejos, pero el estudio con algo de rigor científico del ciclo menstrual se inició en los años sesenta del siglo pasado y no por interés de crear una base de conocimiento -por fin- del funcionamiento normal del ciclo ovulatorio, sino para la fabricación de nuevos y mejores anticonceptivos y terapias hormonales. No fue hasta los años ochenta del siglo pasado (hace menos de cincuenta años) cuando empezó a estudiarse el funcionamiento del ciclo menstrual y su normalidad.

Actualmente continúan cometiéndose gran número de sesgos en dichas investigaciones, hace solo unos meses descubrimos que los productos de higiene menstrual no eran testados con sangre menstrual, sino con suero y que se empezaba a usar sangre (no menstrual) en lugar del dicho suero para analizar la capacidad de absorción de tampones y compresas. Solo con este dato podemos ser conscientes del número de errores que habrán sucedido a la hora de diagnosticar un sangrado menstrual abundante.

La forma más clara que tenemos de ver la normalización del dolor menstrual es el retraso en el diagnóstico de la endometriosis, una enfermedad que afecta a entre el 10% y el 15% de las mujeres en edad fértil, en España unos dos millones de afectadas, aunque como es una patología infradiagnosticada, probablemente el número sea mayor. El diagnóstico se retrasa de 1 a 18 años dependiendo de la comunidad autónoma en la que se consulte y el síntoma más importante que presentan estas mujeres es la dismenorrea (dolor menstrual) más o menos incapacitante junto con otros cuadros de dolor abdomino-pélvico. Si el dolor en cualquier otro proceso fisiológico es considerado como señal de alarma, ¿por qué el que se presenta con la menstruación no lo es? ¿Con qué rigor científico anulan el dolor de millones de mujeres?

El protocolo de la SEGO más reciente para abordar la dismenorrea (dolor menstrual) son los antiinflamatorios no esteroideos (AINES) y los anticonceptivos hormonales ya que inhiben el eje hipotálamo-hipófisis-ovario.

El gasto público anual en anticonceptivos hormonales ronda los 1.000 millones de euros, si le sumamos el gasto en AINES, la suma es desorbitada. Negar el interés económico de las empresas farmacéuticas para que se receten sería absurdo, y más si tenemos en cuenta la relación tan estrecha que existe entre farmacéuticas y personal facultativo.

Por otra parte, como medidas no farmacológicas se recomienda:

-Ejercicio físico: sin especificar el tipo ni la frecuencia o intensidad.

-La acupuntura

-Estimulación nerviosa eléctrica transcutánea (TENS)

-Calor en hipogastrio

-Suplementación con Omega 3: tampoco especifica tipo ni posología, además remarca que no hay suficiente evidencia al respecto de su uso.

-DIU de levonorgestrel: no tengo claro porque se incluye dentro de la categoría de medidas no farmacológicas si es un dispositivo liberador de hormonas sintéticas).

Estas recomendaciones son vagas, inespecíficas y, por tanto, poco útiles en la práctica clínica, lo que hace que las y los profesionales utilicen los fármacos como abordaje del dolor ya que estos si vienen indicados con su concreta posología, cómo ha de ser su aplicación terapéutica, clara y concisa.

Actualmente hay evidencia suficiente como para hacer recomendaciones no farmacológicas efectivas en el tratamiento de la dismenorrea: dieta antiinflamatoria, optimizar niveles de vitamina D, mejora del descanso y sueño nocturno, terapias para el manejo del estrés como la meditación, ejercicio de fuerza adaptado a cada mujer, etc. Pero parece ser que el grueso del personal sanitario no está dispuesto a actualizar su práctica y su visión en el abordaje, en este caso, de la dismenorrea más allá del fármaco y eso es algo que, finalmente, repercute en la salud de las mujeres.

En resumen, establecemos 4 causas por las cuales se normaliza el dolor menstrual y se medicaliza como única respuesta de la medicina “moderna”:

-La primera por el tabú menstrual que es extrapolable a otras etapas de la vida sexual y reproductiva de las mujeres como es la menopausia. De lo que no se habla no existe.

Segunda, los roles de género con los que nos mira la sociedad: las mujeres somos sensibles, frágiles y subordinadas a nuestras hormonas que nos vuelven histéricas.

Tercera, el androcentrismo y el sexismo dentro de la ciencia médica que llevamos arrastrando siglos, que nos ve como seres inferiores, patológicos de por sí y en búsqueda inalcanzable del ideal masculino, las “no hombres”.

Cuarta, los intereses económicos de la industria farmacéutica, enfermas o doloridas somos más rentables.

Si todos los organismos internacionales coinciden en que el tratamiento del dolor menstrual es un derecho humano, desde el colectivo feminista (ya sabemos que otros no lo harán) debemos luchar para que la ciencia médica deje de normalizarlo, amplíe sus estudios del funcionamiento del ciclo normal y aumente sus esfuerzos en actualizar permanentemente a sus profesionales desde las aulas universitarias hasta la consulta. Sólo así podremos garantizar ese derecho.

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Ester Iborra Torres

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